Nuestro Nobel escribe

24-08-2006
Su imagen ha reaparecido. Sentado y en sudadera sostiene en sus manos la edición sabatina del periódico oficial. El titular de la edición en letras grandes trata de anticiparse como quien desea exorcizar por anticipado la culpa: “Absuelto por la historia”.

Fidel Castro respira, habla, sonríe. No ha muerto. El final que desean con alegría algunos aún no se ha dado. Cuando se supo del derrame intestinal la certeza de que la defunción lo abrazara enfiló en bandos a exiliados, residentes, escritores, políticos.

Cada cual está mostrando sus cartas a la historia y Castro hace campaña antes de su muerte para que aquella le sea favorable cuando se encuentre en los terrenos brumosos de la eternidad.

Cubanos de Miami se regocijan sin vergüenza del derrame intestinal de Castro. Salen a las calles a celebrar lo que esperan sea la víspera de su muerte. “Este es un momento histórico. El dictador que llevaba más años en el poder que nadie ya se derrotó”, dice uno de ellos. Aunque nada tiene que ver la delicada salud de Fidel con la oposición política de los exiliados cubanos.

Duras palabras redactan el peruano Álvaro Vargas Llosa y el cubano Carlos Alberto Montaner. Del otro lado, palabras de apoyo expresan el uruguayo Mario Benedetti y el portugués José Saramago. Lo propio hacen los presidentes de Bolivia y Venezuela. Las pasiones de la política iberoamericana se agitan divididas.

En medio de la alegría de unos y de la tristeza de otros, nuestro Nobel escribe. No lo hace el novelista, ni el periodista. Escribe el amigo. Cercano, contundente. El Fidel Castro que yo conozco, se titula. Estas palabras también tienen un tono de anticipación. Son dos cuartillas bellas que expresan admiración, respeto y fuerza en medio de las dificultades de la enfermedad.

“Cuando habla con la gente de la calle, la conversación recobra la expresividad y la franqueza cruda de los afectos reales. […] Es entonces que se descubre al ser humano insólito, que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer: Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”. Los amigos sólo se conocen en momentos difíciles, dice la sabiduría.

Nuestro Nobel no se inmiscuye en discusiones políticas. Elige al hombre bueno, al ser admirable. Y, por lo tanto, redacta una descripción incompleta. Nunca habla del Fidel que también conocemos. El de aquellos que han probado su mortal determinación. A la memoria llegan borrosas las imágenes de los fusilados en la isla, de los presos políticos que aún permanecen en las cárceles.

El mismo Saramago afirma en 2003: “Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado”. Se refiere a Enrique Copello, Bárbaro Sevilla y Jorge Martínez, quienes estuvieron frente al pelotón de fusilamiento por haber secuestrado una lancha con medio centenar de pasajeros.

Fidel Castro es uno de los políticos más importantes del siglo XX. Y es uno de los hombres que encarna las contradicciones y el drama de una América Latina que ha soñado con la justicia y la prosperidad a través de los caminos de la democracia, el comunismo y las dictaduras militares, pero ni las unas ni las otras las han logrado.

La enfermedad de Castro coloca en la mesa la controversia sobre el tipo de sociedad deseada para América Latina. Y en este forcejeo de voces es conveniente que su figura aparezca completa. En lo inconmensurable, en sus contradicciones y en sus excesos. “[…] el amor parece ser la virtud de los amigos”, escribió alguna vez Aristóteles. Pero el amor no puede ser cómplice de silencios demasiado audibles.

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