El rostro de Narciso

20-06-2008
Los fantasmas no duran tanto recorriendo el mundo y la idea de la bestia humana es una buena manera de no reconocer lo que somos. En los partidos inaugurales de la Eurocopa de este año se enfrentaban Alemania y Polonia, a lado y lado los seguidores de uno y otro. Dentro de los seguidores alemanes estaban los neonazis. La mayoría adolescentes de piel pálida y cabeza rapada cumpliendo muy bien la tarea del odio. Sus rostros se deformaban al gesticular con rudeza las consignas del pasado. "Todos los polacos deben llevar una estrella amarilla", gritaban. Era la manera de rememorar uno de los símbolos que tuvieron que portar los judíos durante la ocupación nazi de Polonia. Allí estaban, infaltables, con esa estética tan anacrónica como el pavor que produce la violencia que resaltan.

Al final algunos de ellos fueron detenidos y todo pareció volver a la normalidad. No obstante esta normalidad es provisional. Cuando le sumamos más episodios de aquí y de allá, parece más una pasión reprimida que un convencimiento. El racismo, la xenofobia y sus familiares cercanos, impregnan las membranas de la vida cotidiana en todas partes. Nos recuerdan lo feroces que seguimos siendo y la fragilidad de los valores en los que está soportada la sociedad.

Sigmund Freud se preguntaba de dónde provenía este tipo de patología en la que la gente hace suyo el miedo y el desprecio hacia los otros en los que no vemos reflejada nuestra propia identidad. Consideraba que su origen podía estar en el ensimismamiento narcisista, en esa excesiva exaltación de la identidad propia. El narcisismo de las diferencias menores, le llamó. Que se puede expresar con consignas al estilo neonazi, con palos y machetes al estilo post-apartheid, estigmatizando y endureciendo las leyes al estilo Berlusconi o agrediendo en los andenes a la vista de todos a la manera rusa.

En guetos cercanos a Johannesburgo surafricanos pobres persiguen a zimbabuenses y mozambiqueños pobres. El mes pasado la cifra de muertos en Suráfrica sobrepasó el medio centenar y la de desplazados, los varios miles. Es un problema de "negrofobia" escribía un periodista surafricano. En los últimos años el país de Mandela se ha convertido en un lugar de refugio para una gran parte de la población de los países vecinos azotados por conflictos. El número supera los cinco millones. Pero lo paradójico es que estos países recibían hace algunos años también una gran parte de los surafricanos que huían del antiguo régimen del apartheid. "No podemos agradecérselo matando a sus hijos", reclamaba el premio Nóbel de Paz, Desmond Tutu.

Para los agresores no es un problema de xenofobia, sino de control por mano propia de la delincuencia que se esconde en aquellos guetos. Los forasteros son los responsables de todos sus males.

Y mientras en Suráfrica se cazan negros forasteros, en Italia se persiguen gitanos y se endurecen las leyes. En el barrio de Ponticelli, Nápoles, fueron quemados varios campamentos donde permanecían cerca de mil gitanos. Al tiempo se ponían carteles con la consigna "Fuera los campamentos gitanos". El origen de estas agresiones parece estar en delitos cometidos por miembros de esta comunidad -entre los gitanos no todos son santos. Pero el ensañamiento que se está produciendo contra ellos expresa más que el rechazo al delito. A ello se suma la agresividad con la que se ha instalado el nuevo gobierno de Silvio Berlusconi.

El proyecto de ley en marcha es demasiado simple: migrante indocumentado igual delincuente. 'Il Cavaliere' promete disminuir la delincuencia fabricando nuevos delincuentes no italianos. Este es el grado de obscenidad al que está llegando el país de los errantes. De Colón el rumano. Y si bien Berlusconi ha dicho que dará marcha atrás al proyecto, el daño ya está hecho. En política el filo de la estigmatización puede ser más cortante que una norma de este tipo.

A Narciso enamorado no le importa quedar ciego de tanto contemplar su reflejo en el agua. En Rusia durante los primeros cinco meses del año la cifra de muertos por xenofobia e intolerancia religiosa ha dejado más de setenta muertos, de acuerdo con el director de la Oficina de Derechos Humanos de Moscú, Alexandr Brod. "Rusia para los rusos", dicen las consignas de los ultranacionalista, también chavales con la cabeza rapada y botas militares. En un país donde existen más de noventa minorías, el desprecio racial puede aparecer en cualquier andén o supermercado. Las víctimas apetecidas son los chechenos, los judíos, los de piel morena, alguien que no tenga una apariencia cercana al ruso promedio. Pero en Rusia hay una pequeña variación en la excusa. No es el incremento de la delincuencia o el desempleo como se dice en casi todas partes, sino, un cierto complejo de inferioridad extendido en la sociedad después del desplome de la URSS, que les lleva a sentirse humillados hasta por sus propios "extranjeros". Sofisticado.

El rechazo hacia los que consideramos diferentes no es un renacer de los fantasmas del pasado; es un problema vivo que recorre el mundo. Tampoco es un producto de bestias inhumanas. Por el contrario, es una actitud tan profundamente humana que los que ayer fueron discriminados hoy pueden ser especialistas en discriminar. Este tema no tiene buenos y malos. Sin caer en el relativismo, tampoco es un problema del antiguo continente o de África. En las fronteras de México se denuncian casos de agresión a otros centroamericanos; en Ecuador, de agresiones a desplazados de la violencia provenientes de Colombia; y en Estados Unidos, la discriminación hacia los negros es un asunto de actualidad.

El año pasado una revista británica abordaba el tema desde los íconos de la música y el cine. Bob Marley, de madre jamaiquina y padre británico; Alicia Keys, de madre ítalo-estadounidense y padre afro-estadounidense; Keanu Reeves, de parientes chinos, hawaianos e ingleses. La lista seguía. El siglo XXI sería el siglo del mestizaje. La mejor arma para combatir el racismo, opinaban. La propuesta era realmente seductora. Pero candorosa. Porque el problema no está en si estamos más o menos mezclados sino en el mayor o menor valor que le damos a algún rasgo distintivo. Un tono de piel menos oscuro, escribir de derecha a izquierda, un lunar pálido en la espalda o cualquier otra cosa intrascendente que se nos ocurra puede ser una razón para atormentar a los otros.

El remedio es simple. Una educación abierta a la diversidad del mundo. Que resalte lo que une. Que esté menos centrada en las identidades estrechas que refuerza cada Estado. Donde se reconozca que es un problema profundamente humano que no perece, sino, que se renueva y sofistica si no estamos alerta. Cuando Narciso mira su reflejo en el agua puede descubrir que su rostro es asiático, caucásico o amerindio. Nunca encontrará reflejado el rostro de un espectro o de una bestia.


*Fotografía: Policía en chabolas, Suráfrica -Associated Press 23-05-2008.

Publicado en:

http://www.diariohorizonte.com/view/articulo.aspx?articleid=19551&zoneid=31


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