Ilusiones


30-01-2009

Debajo del mármol revolotean; por encima, también. Al lado de la expectación que han traído consigo los primeros días de gobierno del nuevo presidente de los Estados Unidos, son varias las voces que llaman a reducir las expectativas, a que se apacigüe la euforia para evitar decepciones y resacas incontrolables. La frase que resume esta tendencia es: “no hay que hacerse ilusiones”. Es una posición que llama a la moderación y exhorta a recordar que existen límites para todo lo que se desea.

Muy cerca de esta posición existe otra que no espera en absoluto. Su máxima es: “nada va a cambiar, todo seguirá igual”. Es una afirmación más dura, sin embargo, es la máscara de los que más miedo tienen a las decepciones porque paradójicamente son los que encubren las mayores ilusiones. Su rudeza esconde entre rejas la fragilidad.

Pero si observamos estas dos posiciones con detalle, aparece algo con una importancia humana mayor: la corroboración de que al mundo lo mueven grandes ilusiones. Y más aún, anhelos comunes.

Una preocupación del pensamiento existencialista durante la primera mitad del siglo pasado fue la pérdida de sentido que se produce cuando el ser humano descubre que las explicaciones metafísicas de su vida han desaparecido, que sus pies se mueven en el aire porque no existe un pedazo de tierra firme donde apoyarlos. Nada tiene sentido, ni siquiera la vida humana, con lo cual quitársela a sí mismo o quitársela a alguien sería una derivación natural. Todo lo cubre el vacío. Un espectro que contradictoriamente produce un desgarramiento doloroso. Corrían los tiempos en que se contaban los muertos en millones que iba dejando la Guerra, en que se descubría el Holocausto judío y se empezaba a engrasar la máquina de la Cortina de Acero.

Tiempo después, aquel vacío existencial se esfumaría fruto de la despensa llena y las otras comodidades que trajo consigo el desarrollo en los países industrializados. Del vacío desgarrador se pasaría al vacío insensible. A un nuevo ser cuya cosa más importante sería, en contraste, la de disfrutar de los placeres individuales que traía el poder volar por los aires sin un pedazo de tierra firme que ya no se necesitaba.

Que se acabe el mundo siempre y cuando la música continúe sonando en los auriculares y podamos tener el mando del televisor para deleitarnos con el privilegio de verlo en vivo. La generación herrada con las últimas letras del abecedario hacía del vacío su placer o del placer su vacío. Para el caso, daba lo mismo.

Los hechos han seguido pasando al tiempo que van mostrando que ambas formas de pensar se dedicaron a exagerar, ambas fueron presas de lo que no entendían. Por encima o por debajo de las gruesas piedras de mármol, por encima o por debajo del vacío, la gente siguió anhelando cosas no sólo para sí misma.

En estos días en los que se ve tanta gente alrededor del mundo llena de expectativas, esperando que éste pueda ser un lugar mucho mejor, uno se pregunta dónde se incubaron todas estas fuerzas. Y la pregunta lleva a pensar en que aquellas filosofías siempre estuvieron alejadas de la vida de la gente, o en que sólo observaron a unos cuantos. Porque sobre el nihilismo y aquella rara insensibilidad, las ilusiones siempre estuvieron allí. Unas veces en ebullición; otras veces escondidas detrás del miedo y del ensimismamiento.

El presidente de los Estados Unidos no es el presidente del mundo ni solucionará los problemas del planeta. No obstante, ha hecho despertar sueños que esperaban ser despertados. Uno de ellos, ese milenario y esquivo de tener un mundo en paz. Despertar estas esperanzas no es algo que se pueda subestimar. Pero ahora depende de lo que la gente de cada rincón haga, si se quedarán con los brazos cruzados viendo todas esas ilusiones revolotear sin cesar o si se atreverán de algún modo a darles un norte en su propio país. Cabe añadir aquí que la prudencia no debe encargarse de cortar las alas.

Apenas se inicia un nuevo siglo. Y el optimismo sabe erguirse sobre la desidia. Lo que menos se debe hacer es enjaular esas ilusiones o tenerles miedo una vez más.
*Fotografría: Arianne Aylen
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Espejito cubano


17-01-2009
¿Qué pasa cuando nos miramos al espejo y descubrimos que aparece un rostro extraño o algo que no es lo que esperábamos ver? Alberto Korda hizo muchas fotos de la Revolución cubana, pero hay unas que son difíciles de olvidar. La de Fidel Castro, en el viaje que realizó a los Estados Unidos en 1959, levantando la cabeza para contemplar en lo más alto la estatua gigante de Abraham Lincoln. La del Che Guevara llevando una boina sobre su melena y simulando mirar al infinito. Y las de bellas mujeres, jóvenes glamurosas del modelaje o jóvenes glamurosas de la Revolución.

En estas últimas hay una que destaca y que se repite en las revistas y publicaciones que durante este mes rememoran aquellos años en blanco y negro. Son dos cubanas sentadas en el muro de un andén, la del lado derecho cruza sus piernas; la del izquierdo, las tiene levemente abiertas. Están concentradas, su entorno no las perturba, ni las marchas triunfales, ni el calor del alboroto. La del lado izquierdo lleva puesta una boina en la parte derecha de su cabeza, a lo Guevara, pero con más estilo; la otra lleva su cabello descubierto con un moño de la época.

Van de camuflado serio, como lo exige la ocasión. Las dos se han detenido a embellecer su rostro, a poner un poco de rubor en sus mejillas, a peinarse. Con una mano se arreglan y con la otra sostienen un espejito. Se dedican un instante para sí mismas sin forzar nada, no se engañan ni engañan a nadie. Mirarían una mejilla, bien; mirarían la otra, perfecta. Qué otra cosa necesitaban en ese instante distinta de encontrar sus rostros tal cual son, tal cual se esperaban ver. Coquetas, presumidas. Listas para la posteridad.

Si estas mujeres aún no han muerto, deben de ser dos ancianas orgullosas de haber participado de aquella ilusión revolucionaria, pero decepcionadas de haber visto cómo todo ello se derruyó y cómo una parte de las nuevas generaciones sólo espera a que los septuagenarios mueran lo más rápido posible.

En esta quincuagésima conmemoración hay de todo. Estreno de películas, exposiciones, entrevistas, dedicatorias exclusivas, reportajes extensos y demás, pero casi todo huele a cajas guardadas, a pasado mohoso, a momentos románticos. Del presente se muestra poco. No sucede como en los aniversarios clásicos de otras tierras donde se rememora el pasado porque el futuro que se ha derivado es mucho más grande. Ahora los calificativos agrios sobran. Revolución subvencionada, le llaman unos; símbolo de lo que no se debe hacer, le llaman otros; cementerio de esperanzas, le llaman otros más. Los pocos calificativos bondadosos vienen de la misma izquierda de siempre, la del partido, la religiosa.

Pero los amores profundos y las detracciones sin piedad al experimento antillano sirven para muy poco. Los dirigentes cubanos pensaron que al adoptar un camino diferente llegarían más rápido al sueño del progreso que sus vecinos. Que llegarían pronto a fabricar el hombre nuevo. Sin embargo, al final se volvieron a encontrar en el mismo atolladero en el que se encuentran sus vecinos -La dictadura cubana es una hija fiel de las dictaduras mesiánicas de América Latina, sólo que con menos muertos y un espíritu caribeño.

Pero es que Cuba es un símbolo de dignidad y de resistencia, continúan enfatizando algunos. “Asistimos al retornar de la prostitución y entregamos nuestros cuerpos de hombre nuevo para comprar un ventilador o un par de tenis”, respondería una joven escritora residente en la isla. A estos defensores se les olvida que la precariedad y la carencia son unas de las aflicciones más humillantes cuando se pueden evitar. Y la resistencia no es más que una torpeza política -ni siquiera los rusos han sido tan testarudos.

Y es que Cuba ni es un modelo, ni tiene al frente un modelo. A esta altura del siglo ninguna nación de América Latina ha podido ser un referente para sí misma y para las otras. Si te pones a buscar lo mejor, sólo hallas pedazos destacados, pequeñas luces que tienes que escarbar aquí y allá. Tres o cuatro calles ejemplares en una gran ciudad, tres o cuatro sectores económicos pujantes protegidos con seguridad privada del hambre de las favelas, tres o cuatro universidades con algo de reconocimiento internacional. La única excepción serían los artistas y los deportistas, que al final son los que terminan sacando la cara por todos. Allí están los países andinos inmersos en un desorden que no tiene ni pies ni cabeza para desenredarlo, allí están los jóvenes de Centroamérica enrolados en maras porque tal vez sea más divertido vivir de la muerte y el crimen que envejecer esperando un empleo.

A diferencia de las jóvenes modelos de Korda, Cuba se mira al espejo y no encuentra ese perfil de foto necesario, ese rostro glamuroso que esperaba ver, mira en el espejito de maquillaje de sus vecinas y tampoco se halla. Sus vecinas se miran y la miran a ella de reojo y les sucede lo mismo. No se asustan. Pero ninguna tiene motivos suficientes ni para la coquetería ni para el orgullo.

*Fotografía: Alberto Korda.

Publicado en:
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/otroscolumnistas/espejito-cubano_4775845-1

http://www.diariohorizonte.com/view/articulo.aspx?articleid=22376&zoneid=31