China entre ceja y ceja

29-04-2008
La niebla estaba espesa. El mal tiempo había retrasado el ascenso a la cima de la montaña. Ciren Wangmu, una montañista de 19 años, era la última de los doce relevistas encargados de llevar la llama olímpica a los únicos 8.848 metros de altitud que tiene la Tierra. Todos querían agarrar la antorcha, todos querían aparecer en la foto. La hazaña fue transmitida en vivo a través de la televisión pública china. Para el gobierno, llevar la llama a la cumbre del Everest era un ejercicio de soberanía. Era un momento glorioso, dijeron. En medio de los fuertes vientos, los montañistas expresaban su alegría. "Hemos encendido esta antorcha en la cima del mundo por la armonía y la paz", decía uno. Los chinos están llenos de orgullo; su país será durante el verano el nuevo epicentro griego de los juegos olímpicos. Y la llama alcanzó el techo del mundo.

A China le ha costado llegar a este momento: el sacrificio de millones que aún trabajan por un centavo y el trasegar con el peso de la humillación que les dejó Occidente. La China actual se ha hecho a pesar de los imperios coloniales europeos y de Japón, pero también se ha hecho a pesar de su propia historia política, llena de guerras, contraguerras y persecuciones internas. Si por Europa fuera, durante el siglo XIX China habría acabado dividida con regla y lápiz, al igual que África, y el Tíbet hubiese terminado en el saco de las colonias inglesas, al igual que India. Y si fuera por los grupos étnicos y los políticos locales, China habría terminado desintegrada a comienzos del siglo XX, al igual que Yugoslavia. En relación con lo anterior, la tensión actual entre la China continental y Taiwán en cierta forma expresa la manera virulenta en que los chinos han resuelto sus conflictos domésticos. Sin embargo, la China olímpica se ha sobrepuesto y aspira a que el mundo le reconozca su liderazgo por encima de los azares de su historia.

Y el mundo se lo empieza a reconocer. Se destacan la rapidez con que está disminuyendo la pobreza, las inversiones en infraestructuras que hace en aquellos países que le suministran materias primas, el modo en que invierte a largo plazo, su imparable crecimiento. Aumenta el número de libros que versan sobre ella, al tiempo que se traducen a otras lenguas los textos de sus nuevos escritores. Y cada vez más jóvenes quieren aprender mandarín. China no se puede quejar; hoy es un ejemplo. No obstante, esos ejemplos llevan una mancha reconocible y difícil de maquillar: la de un país autoritario, que restringe los derechos humanos, que limita las libertades. Ejemplos: a 17 líderes de las revueltas en el Tíbet les fueron impuestas duras penas, algunas a cadena perpetua, sin las garantías procesales, y Amnistía Internacional está denunciando la persecución, tortura y condena contra dos activistas, Yang Chunlin y Hu Jia, ocurridas en marzo. El ejemplo chino está amarrado a un pulso de hierro.

Cuando se le reclama al gobierno chino sobre estos asuntos, intenta sacar provecho de cualquier artilugio político. De la soberanía, del orgullo nacional, de la lucha antiterrorista. Lo último que ha dicho es que las protestas que acompañaron el recorrido de la llama olímpica han "herido seriamente los sentimientos del pueblo chino". Pero nada de esto le servirá en este mundo globalizado y menos cuando se compite por un liderazgo mundial. La moral importa. Los Estados Unidos han perdido reconocimiento internacional debido a los abusos que cometen fuera de sus fronteras; ahora sus políticos se preguntan cómo "reinventar América" porque la pérdida de reconocimiento les ha traído pérdida de respeto y poder. Y el nuevo presidente de Rusia ha dicho que pondrá el acento en el aumento de las libertades. No tiene más opción si desea que la vieja potencia recupere lo perdido. Si sobre Estados Unidos y Rusia caben la sospecha y las reclamaciones permanentes, sobre China no cabe otra cosa.

El escritor chino Mo Yan, cuyo nombre es un apodo que significa no hables y que lo eligió en recuerdo de los años de infancia en que evitaba dirigirle la palabra a alguien por temor a decir algo que le trajera la desgracia -eran los años de la Revolución Cultural de Mao Zedong, 1966-1976-, reconoce que en China hay cosas sobre las que no se puede escribir, pero piensa que "un buen escritor sabe encontrar la mejor manera para contar lo que quiere decir". Y puede que tenga razón. Sin embargo, sería más apropiado decir que un buen escritor puede contar mejor lo que quiera cuando no tiene que estar surcando las alambradas de espinas de la censura.

El día ocho del mes ocho, los ojos del mundo estarán puestos sobre las novedades estéticas y tecnológicas que prepara el gigante asiático. China estará también entre ceja y ceja. Como les corresponde a los pocos que pueden rozar el techo del mundo. La niebla no habrá cambiado.

>> Publicado originalmente en:
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/otroscolumnistas/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR-4175561.html