El caminante

09-08-2007
El dolor se acumula en sus pies, en su rostro. Escucha la misma frase repetida una y otra vez por el mismo hombre. “No le entregaré ni un milímetro cuadrado al terrorismo de las FARC”. Sus ojos se desgajan. Lentamente comienza a bajar las escalinatas del Congreso mientras el Presidente continua partiéndose la garganta con los otros oportunistas. Mes y medio caminando habían fracasado. Pero hacía algo grande. Sacaba por un instante de las profundidades de la tierra una humanidad que nuestra indiferencia había sepultado.

Diez años de secuestro de un ser humano. Qué país es este donde los revolucionarios arguyen representar las banderas del cambio mientras pisotean la dignidad de la gente, y el Estado inclemente se dedica a ejecutar los consejos rancios de Maquiavelo. Aquí, en el nido de crueldades, el profesor de escuela, el loco, el chiflado, camina y camina hasta llegar a la plaza de los poderes insensibles a recordar que esta guerra infructuosa hiere profundamente, de mil formas, a la gente. Que hay que parar.

Pero habiendo hecho esto, lo más duro para el caminante apenas comienza: lograr un cambio favorable en la intransigencia y la sinrazón mostrada por el gobierno y las FARC en este asunto. Y esto es así porque las otras historias tristes de los secuestrados no han logrado mover un ápice. Ni los asesinatos por parte de las FARC del gobernador de Antioquia, el ex ministro de defensa y ocho militares en el fracasado intento de rescate. Ni los policías que han muerto en cautiverio y cuyos restos mortales aún no les entregan a sus familiares. Ni las imágenes de los que están enfermos. Ni las cadenas y candados que mostraba entre lágrimas Pinchao. Ni la historia de Emmanuel, ni el asesinato de los 11 diputados... han logrado mover a los príncipes de la guerra. Son insaciables.

Y para continuar con su empresa tendrá que estar atento a la propaganda negra y a la agresividad que está acostumbrado a despedir el gobierno contra todo lo que represente posturas críticas o divergentes. Personalidades políticas, delegados de la ONU, medios de comunicación, ONG internacionales, Corte Constitucional y Corte Suprema ya las conocen.

Aunque de esto ya le han dado una muestra generosa. Antes de que transcurriera un día de su llegada a Bogotá, el Comisionado de Paz y el Canciller lo acusaban de tener posturas políticas muy simplistas, muy contestatarias, antigubernamentales y de estar acompañado por grupos radicales –A estas alturas uno se pregunta si las ideas del gobierno sobre este drama desbordan de complejidad o si los 14 congresistas encarcelados y acusados de tener vínculos con masacradores han sido los acompañantes de la travesía de este profesor. Sólo faltó decir que tenía un fuerte sesgo ideológico.

Así mismo ha de estar atento a no terminar desvanecido entre las lentas aguas de los tiempos universitarios y la discreta diplomacia internacional, que puede ponerlo a viajar con todos los buenos propósitos, pero que también puede convertirlo en una muestra de las excentricidades que brotan en este país. El tiempo transcurre y el olvido crece.

1997, un contingente de las FARC ataca la base militar de Patascoy y se lleva a 18 uniformados, entre ellos, al hijo del profesor. 2007, su padre se aferra a las lozas frías de la Plaza de Bolívar para presionar una negociación que le devuelva la libertad. Tantos años. En un país que se dice democrático pero que no lo conmueven sus desgracias.

“Nosotros no hemos hecho nada por liberarlos, ni el Gobierno, ni los concejales, ni los congresistas, ni nadie ha hecho nada por nuestros seres queridos [...], hemos sido indiferentes ante el secuestro y el dolor de tantas familias”. Dice.

La caminata ha cesado. Ahora se ha vuelto sedentario. Ha dicho que se quedará en la Plaza hasta que pueda abrazar a su hijo. Va cumplir tres semanas. La gente se asoma a su carpa, le envía saludos, toma fotos y espera poder verlo. Sí. Quieren captar por un instante la convicción y la humanidad que les falta a los amantes de esta guerra.

El grueso velo del odio

27-07-2007
La razón no tiene cabida. Una y otra vez se explica. Una y otra vez se ignora. Es la recurrente actitud de las elites, de las contraelites y de las paraelites en Colombia. Que en buena parte explica el por qué del conflicto que vive este país.

El asesinato de los 11 diputados ha vuelto a colocar el tema inmediato del intercambio humanitario y el tema lejano de la negociación política en los titulares de prensa. Nada más. Y si bien el pulso de arrogancias que hemos visto en los últimos años indicaría que en los tres o cuatro que siguen no habrá ni intercambio ni negociación, por lo menos debe quedar prueba de la falta que le cabe al gobierno en esto y, por lo tanto, de la pobreza por lo que no se hizo.

El reconocido escritor John Rawls anduvo buscando los principios que sostendrían una sociedad justa. Retomó la idea de la posición original de los filósofos contractualistas y le agregó algo interesante: el velo de ignorancia. En esta especie de génesis varios individuos que buscan el máximo beneficio personal tienen que escoger la estructura básica de la sociedad donde ellos van a vivir. Pero todos ignoran quiénes serán en la nueva sociedad. Ninguno de ellos sabe si es rico o pobre, hombre o mujer, homosexual o heterosexual, blanco o negro. Ignoran si son inteligentes, bellos, fuertes y también su concepción del bien. Es decir, desconocen todos los atributos que sean moralmente irrelevantes.

Así que como no saben qué serán, buscarán pactar las bases de una sociedad aceptable para todos. Considera Rawls que estos sujetos establecerían dos principios: reconocimiento mutuo de que tendrán igualdad de derechos, libertades y oportunidades. Y dos, si existe desigualdad económica o social, que los bienes sean distribuidos de modo que se puedan maximizar los beneficios a los menos aventajados.

Esta metáfora analítica ha recibido críticas. Sin embargo, sigue siendo de gran utilidad porque lleva a los que deben decidir a ponerse en los zapatos de los que tendrían menos ventajas. Traslademos ahora esta metáfora a un problema menos trascendental, aunque más dramático: la situación de los secuestrados en poder de las FARC y el hipotético intercambio humanitario. Pero otorguémosle a un solo sujeto, con mayor información, el poder de decidir en la posición original qué se debe hacer.

La persona sería nuestro primer mandatario. Conoce todo lo humanamente relevante. Buscaría maximizar su beneficio. Sabe toda nuestra azarosa historia social y política. De los odios que alimentan a la guerra que no existe. De modo que está al tanto de las debilidades del Estado, de las atrocidades de la insurgencia y de los paramilitares, de los crímenes y omisiones de la Fuerza Pública.

No obstante, el velo le impide conocer quién es dentro de aquella circunstancia. No sabe si él, alguno de sus hijos, esposa u otro familiar es uno de los secuestrados. Si pertenece a la comandancia del Ejército, de la dirigencia guerrillera o paramilitar. Desconoce si es un encarcelado de las FARC y si apoya o no el rescate militar o el intercambio. De este modo debe decidir.

Después de darle vueltas al asunto no llegará a los dos principios de Rawls, ni a la idea del intercambio, ni a la del rescate militar, pero sí a dos conclusiones esenciales. Primera: debe haber un acuerdo para que ninguna acción adelantada conlleve la muerte de alguno de los implicados; de pasar lo contrario, la víctima puede ser él o alguien cercano. Segunda: la liberación de los secuestrados debe construir condiciones para que no se vuelva a repetir el problema; si estas no se establecen, una y otra vez estará abocado a volver a la posición original.

Bien. Volvamos a la realidad. Nada de lo anterior se ha hecho. No hay un acuerdo que garantice por lo menos la vida de los secuestrados, no hay liberación y mucho menos condiciones para que no vuelva a suceder. Todo está empantanado.

Es más fácil aludir a la imparcialidad del Estado cuando no es la carne de quien decide la que corre peligro. Referirse a la patria, a la institucionalidad democrática, a la soberanía o a cualquier otra imaginería política para no hacer lo correcto en este caso, es sólo una forma de ocultar la crueldad. Y resulta aún más censurable pedirle a la ciudadanía que salga a las calles a vitorear y a exigir que se continúe con ideas que sólo representan un pulso político, tal como lo ha hecho el Presidente.

Con seguridad surge la pregunta sobre por qué se ha de poner parte de la carga en el primer mandatario. Sólo diría una cosa: la insurgencia no representa en absoluto un ordenamiento social y político, el mandatario sí.

Sabemos que las metáforas no alcanzan a representar la complejidad de la realidad. Pero por lo menos nos ayudan a ver una parte de lo irracional que ella es.

>>Publicado originalmente en:
http://www.blogger.com/www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?IdArt=105351