El mito llamado Michael

30-06-2009

Tenía que morirse para que se volviera a hablar de su genialidad.

Varios adolescentes se han reunido en torno a una mesa de madera en un café de Hanoi, Vietnam, han encendido nueve velas pequeñas. Uno de ellos sostiene la fotografía enmarcada de su ídolo, las llamas amarillas se reflejan en el vidrio que protege la fotografía. La escena puede parecer demasiado tonta e ingenua, sobre todo cuando el fallecido está a miles de kilómetros de distancia y nada tendría que ver con el nuevo Vietnam. Algo les debe doler. Todo lo que es capaz de provocar la música y la ausencia.

La vida normal es tan repetitiva y, a veces, tan fofa que sólo los artistas la llenan de magia. Las lágrimas pueden caer en la última palabra de un poema, al contemplar la delicadeza de un cuadro, al final de una sonata, en medio de las acrobacias de un circo mágico, ante el rojo de un atardecer o en medio de la fugacidad de las flores, también podían caer al mirar lo que este joven hacía en sus espectáculos. Una armonía y plasticidad que superaban la admiración de los ojos juveniles en todo el mundo.

Lírica, música, baile, actuación, maquillaje, cine, fotografía, y el arte de vestir, todo fusionado con la imaginación y la libertad que puede dar la juventud. Cada detalle puesto por encima de lo que el público pudiera esperar. Por momentos, su trabajo parecía algo de otro mundo, pero era de este mundo y en esto consistía precisamente ese imán que hace que hoy después de su muerte adolescentes y adultos se vuelquen a escuchar sus canciones y a ver sus vídeos una y otra vez.

Pero somos patológicamente insaciables y agresivos, primero creamos y encumbramos a los ídolos para luego, cuando se producen los excesos y las desgracias de la fama, regocijarnos arrojándoles lanzas afiladas y desperdicios. Los ídolos deben tener la perfección de los dioses o por lo menos estar cerca de ella, aunque sepamos que los dioses no existen.

Su marca artística encerraba una obsesión por cambiar todo lo conocido. Un paroxismo tan descendiente de la Modernidad como de Occidente. Y esta obsesión la llevó a su propio cuerpo. Sólo un negro sabe lo que duele nacer en una sociedad de mayoría blanca y racista. Lo acostumbrado hace algunos años era ver a mujeres y hombres de raza negra alisarse el cabello con cremas de toda índole, ponerse ungüentos para aclarar un poco sus rostros; más contemporáneamente, ha sido normal ver a mujeres tinturar sus cabellos de rubio y reducir sus rasgos faciales en el quirófano. El joven Michael no se conformó con las cremas, como tampoco con los bailes clásicos que pasaban de generación en generación en los enclaves negros de los Estados Unidos.

El dinero y su personalidad le daban para superar la cosmética convencional. Blanqueó su piel, alisó su pelo para siempre y sometió su cara al bisturí en la búsqueda del rostro perfecto. Genialidad, atrevimiento, complejo y locura; demasiadas cosas y demasiados récordes para poder perdonarle. Pero el razonamiento era y continúa siendo demasiado simple, si blanquearse y buscar el rostro ideal representan ventajas en la espesa selva de una sociedad depredadora y racista, por qué no hacerlo. Lo hizo.

Y he aquí que murió siendo blanco, para disgusto de los puristas que no se cansan de remarcar y contramarcar que su sangre era negra. Pobres de ellos. Aún con todo, sus orígenes siempre estuvieron en sus letras y vídeos, calles nocturnas y oscuras, graffitis, pandillas, rostros agresivos, injusticias, peleas. Las arbitrariedades raciales se dejan ver en Man in the mirror y They don't care about us.

Se le ha comparado con Fred Astaire y James Brown por su originalidad. Algo de ellos tenía, más en el baile que en la música y el estilo. Cada cual es dueño de su época, y la del joven Michael coincidió con la ilusión robótica y electrónica, la popularidad de las danzas break, la cirugía plástica y los implantes de silicona, el videoclip, los conciertos de grandes toneladas, de las inversiones y ganancias exorbitantes, y el espectáculo como producto de exportación global. Carisma, talento y época se unieron para marcar una gran diferencia con aquellos artistas. Y con los que hoy existen.

La voz se sigue escuchando, Slash -Guns and Roses- lanza las descargas con cada cuerda de su guitarra, sonaba Give to me. La voz se ha apagado para siempre. Ha llegado el tiempo de las rosas y los pétalos, del mea culpa, del mito.

El arte es un fin en sí mismo que alegra el alma y siempre se recuerda.


*Fotografía: Reuters, 28-06-2009.

Publicado en:

http://economia.eluniversal.com/2009/07/07/opi_art_el-mito-llamado-mich_07A2465643.shtml

http://www.soitu.es/participacion/2009/07/02/u/marlonmadrid_1246523837.html