Excesos

30-05-2007
Años ochenta. Llegan a la memoria aquellos hombres recostados sobre la pared de una institución del Estado. En ese tiempo eran frecuentes las huelgas de hambre. Se encontraban estos hombres en una de ellas. Pero le agregaban algo dramático. Cosían sus labios con hilo y aguja para que hubiese plena certeza de que no ingerirían nada hasta lograr su objetivo. Sus labios estaban muy inflamados, y allí se enfocaban las cámaras de los noticieros. No recuerdo para qué era la huelga ni si lograron su propósito.

En el aeropuerto de Bucaramanga, justo antes de ingresar a la sala de abordaje, se pueden observar unas fotos en blanco y negro. Un poco amarillas de lo viejas. En una de ellas aparece un arsenal de cráneos. Son un recuerdo de las carnicerías de la violencia de los Mil días. Que dejó más de cien mil muertos en una nación que sólo rondaba los cuatro millones de habitantes.

Aquellos que nos enfrentamos a una hoja en blanco tal vez deberíamos redactar cosas más amables sobre nuestro país, pero la avalancha de abusos y excesos es tan grande que terminan entristeciéndonos y avasallándonos. Aquí los excesos no se extinguen, sino que pasan como en una atlética carrera de relevos ante un mundo que sólo observa.

El año pasado jovencitas pobres de Armenia cerraron sus piernas. Cerca de veinticinco en una huelga sexual promovida por la Alcaldía para obligar a sus esposos o compañeros a abandonar las pandillas. La ciudad había tenido en el 2005 la mayor tasa de asesinatos de todo el país (97 por cada 100 mil habitantes).

Si la acción de esas jóvenes servía para algo era lo menos importante. Tal vez el morbo y la tristeza que producía imaginar esos cuerpos obligados a no ser sofocados durante varios días fue lo que hizo que la noticia le diera la vuelta a medio mundo. "Si a nuestros esposos les gusta tanto el sexo, quitémosles el sexo hasta cuando se sienten a hablar de convivencia", decía una de ellas. Muy segura de que lo que hacían ayudaría a solucionar el grave problema. Nada más se supo.

Un mes antes en Bogotá, algunos hombres veían cómo sus cuerpos se metamorfoseaban. Se habían enterrado hasta el cuello para presionar al Estado a que solucionara la indigencia en la que se encontraban cerca de mil desplazados que habían invadido el parque de Bosa. La respuesta del Estado fue precaria. Igual a la que han recibido los otros 3 millones de desplazados que mendigan a lo largo y ancho de todo el territorio.

Estos enterrados vieron convertir su piel en gruesas raíces. A ello se sumó, como si ya lo acontecido no hubiese sido dramático, que uno de los mismos desplazados violara en uno de los baños de aquel tugurio a una niña que padecía retardo mental. Todo esto pasa en Colombia entre la extrañeza de las sonrisas abatidas de los pobres y el optimismo de los políticos corruptos y sus seguidores.

Uno de los últimos excesos ha venido del Concejo de la Capital. Ordenó colgar 40 vallas tipo Coca Cola o Adidas con los rostros de los violadores de menores que ya están en la cárcel. El año pasado se presentaron en Colombia 17 mil dictámenes de violencia sexual contra niñas y niños. Y sólo en Bogotá cinco menores son abusados sexualmente cada día. Son cifras alarmantes y vergonzosas. Pero no justifican esas vallas. En una cadena de patologías sociales: primero los violadores humillan y pisotean la dignidad de los menores; y después, los concejales atentan contra la dignidad de los delincuentes con el argumento de que esto ayuda a evitar nuevas violaciones.

Miras a tu alrededor y encuentras excesos y abusos de todo tipo y para todos los gustos. Religiosos: expulsión de homosexuales de la iglesia. Ecológicos: los ríos y las lagunas se están secando. Contra la humanidad: clases de descuartizamiento con seres humanos vivos impartidas por paramilitares. ‘Revolucionarios’: secuestro de seres humanos y su retención por más de 10 años, tal como lo hacen las FARC. Diplomáticos: nombramiento de un Ministro de relaciones exteriores sin formación diplomática cuyo mérito es habérsele fugado a las FARC. Policiales: permanente interceptación ilegal de los teléfonos de periodistas y políticos. Amorosos: mujeres acomodadas o humildes que regresan con sus maridos después de que les han propinado palizas infernales. Y de placidez: Colombia es el país más feliz de Suramérica después de Venezuela -según la empresa Cimagroup.

Toda esta mezcla inextricable de cosas acontecen en este país marcado por la desesperación. Y es cierto que en otras naciones pueden ocurrir cosas similares, pero no pueden ser los excesos que se dan en otros países los que hagan que los colombianos prosigamos conformándonos con el drama que producen los nuestros. Desde adentro o desde el exterior este país de extremos requiere transformaciones éticas profundas.

Tal vez si Colombia dejara de aparentar ante el mundo que es el país que no es, si fuese más honesta consigo misma, si le diera mayor importancia al diálogo que a la confrontación y si la dignidad humana se pusiera por encima de las mezquindades económicas o de los latrocinios políticos, tal vez, algún día, pueda lograr ser la nación humana y amable que tristemente aún no es.

Alzheimer

09-05-2007
El primero se quedó ciego al frente del semáforo con sus manos puestas sobre el volante. A su alrededor, la acelerada ciudad hacía sonar el claxo de sus automóviles. En pocas semanas toda la ciudad estaba ciega. Inundada de una ceguera lechosa. Blanca. No obstante, la ceguera era extraña. El iris estaba perfecto. Todos los ojos a la luz médica se encontraban sanos. Un lugar donde los seres viendo no veían. Escribiría Saramago.

Pero la narración del Nobel es sólo una metáfora sesuda. Fruto de la imaginación y de la ‘fantasía’ humana. La realidad resulta a veces más fría y desconcertante. En un exótico país de Suramérica los recuerdos desaparecen. El país deambula con seres que pierden la memoria de un momento a otro.

El último caso se ha presentado en las instalaciones de la Fiscalía. El paramilitar contaba con detalle los abusos que la insurgencia había cometido décadas atrás contra su familia y, en consecuencia, las razones que lo habían llevado a tomar las armas.

Aquel punto cesó. Había llegado el momento en que tenía que confesar libremente los centenares de crímenes que había perpetrado en sus treinta años de acción. De pronto. Recordó. “Me dio alzheimer”. Más de cuatrocientos familiares de las víctimas escuchaban cerca de la sala de audiencias. “Me siento bien pero se me olvidan las cosas”.

Han mirado con cuidado su historia médica y efectivamente: tiene parkinson, hipertensión, depresión, osteoporosis, pero no aparece por ningún lado el alzheimer. Es decir que su cerebro no ha disminuido de peso y de volumen y que los niveles de acetilcolina permitirían una comunicación normal entre sus neuronas. Pero él no recuerda. Sus crímenes han desaparecido en medio de un espeso olvido blanquecino.

No obstante lo sucedido, el caso de este experimentado paramilitar trascendería aún más de no ser porque aparece en tierra fértil. En una sociedad que de tiempo atrás intenta sobrellevar su epidemia de alzheimer voluntario bañándose de indiferencia. Más de 500 mil asesinatos en las última tres décadas y entre 10 mil y 31 mil desaparecidos producto de la violencia política. Tanto el recuerdo de los unos como el de los otros la sociedad los ha envuelto en la desmemoria.

Existen excusas de todo calibre. Los inocentes olvidan tanta violencia para poder seguir viviendo. Y los verdugos hacen lo mismo para creerse inocentes y poder continuar asesinando. Ambos olvidos -humanos e inhumanos- han dado como resultado que cada generación crea que la tragedia es algo nuevo y pasajero. Qué sólo es una sucesión casual de acontecimientos sin pasado.

En días anteriores le han preguntado a la investigadora María V. Uribe, experta en la violencia de los años 50 en Colombia, si en aquellos años la sociedad dejó de hacer algo para que el país de hoy fuese más sano. “Claro. Esa violencia está enterrada en la impunidad absoluta. Nunca se habló de ella, nunca se procesó”, responde. Tanto ayer como hoy se hace lo mismo. Ocultar. Ignorar. Eliminar los recuerdos.

Resulta una burla cínica y dolorosa que los homicidas para salvar su pellejo aparenten que han olvidado sus crímenes -aunque de ellos no se pueden esperar cosas distintas. Pero resulta más doloroso y desesperanzador aún que la sociedad en su afán cotidiano decida olvidar esos crímenes.

Aún con todo, la esperanza de que esta epidemia desaparezca subsiste. Porque básicamente la cura depende de la voluntad de cambiar la decisión de no ver aquello que vemos y de no recordar aquello que, estemos de acuerdo o no, permanece en las entrañas de nuestra memoria.

>>Publicado originalmente en:
http://www.tiemposdelmundo.com/edicionimpresa/Alzheimer.html