"Mi pueblo me ama"

25-03-2011

No tenemos la facultad de saber el futuro con precisión, pero sí tenemos la capacidad de ver el rumbo que puede tomar. En las revoluciones el futuro parece condensarse en el presente hasta hacer explosión y luego seguir un curso inevitable. Un curso en el que unos se embarcan sabiendo que existen acontecimientos incontenibles; y al que otros deciden oponerse con todas sus fuerzas, infructuosamente.

Cuando llega la oscuridad de la noche, con la exactitud de un reloj, los bombarderos invaden el cielo libio y comienzan los ataques sobre las defensas antiaéreas. Éstas y otros componentes de artillería pesada han sido los equipamientos militares destruidos. Todos saben hacia donde se dirigen los misiles de aquellas aeronaves. Sin embargo, los soldados, o los milicianos, leales a Gadafi que se encuentran en esas defensas se quedan allí, apostados, esperando con ferocidad un futuro ya consabido.

Cada noche la prensa muestra a alguno de los encargados de esas baterías disparando hacia el cielo. Un fuego rojo ilumina pedazos de un cielo negro, y los destellos se suceden al igual que en una vieja feria de juegos pirotécnicos. A qué apuntan esas baterías, hacia dónde se dirigen esas ráfagas que hostigan al firmamento. Se dirigen a ninguna parte, a ningún objetivo alcanzable. Entonces, qué hacen esos soldados allí, seres que con seguridad tienen a alguien que les ama y estará preocupado por ellos, en esos pertrechos militares que en nada pueden detener la ofensiva de aviones invisibles. Por el contrario, con cada ráfaga que lanzan al aire están indicando el lugar exacto desde el cual disparan y, por lo tanto, el siguiente objetivo al que los aviones extranjeros van a apuntar.

No deja de sorprender ese empeño que tienen ciertos soldados de morir gratuitamente. Saben que su destino es la muerte, pero tal vez están convencidos de que el futuro les llenará de gloria, y la gloria, para algunos, es superior a la muerte. Sólo que en este caso a todos los que han elegido permanecer del lado contrario a la avalancha revolucionaria que se ha apoderado del Norte de África no les acompañará la gloria.

A Gadafi y sus fieles les ha costado leer el rostro de la nueva historia; contrariamente, tratan de aferrarse como todos los viejos regímenes a los puños desgastados de su propia ficción. A principios de febrero empezaron las manifestaciones antigubernamentales en Libia, éstas se inscribían en las protestas que se iniciaron en Túnez y Egipto. Libia es un país distinto, decía Gadafi. Allí no existían partidos políticos ni algo parecido a condiciones democráticas, por lo que no tenían cabida revueltas del tipo que se estaban presentando en la región. La gente siguió protestando en Trípoli, en Benghazi, y en otras ciudades. Correrán ‘ríos de sangre’ si continúan las protestas advirtió uno de los hijos de Gadafi. Y los ríos de sangre han corrido.

Las protestas sin armas fueron conducidas en cuestión de días, a punta de artillería y de mercenarios contratados en Chad, Nigeria y Mali, al terreno de la guerra. La idea era hacerse con la victoria rápidamente, sin embargo, esto no ocurrió ni parece que vaya a ocurrir. Mucho menos ahora que el país ha sido sometido por países occidentales a embargos, bloqueos y acoso militar en mar y aire.

Pero ni aún estando en medio del caos que su táctica desproporcionada ha generado, Gadafi puede contemplar bien la realidad. ‘Mi pueblo me ama’, ha dicho, “y morirían para protegerme”. El amor es una palabra tan crédula y al mismo tiempo tan poderosa, no obstante, adversamente, lo que sucede en Libia no parece tener nada que ver con ella. Ni gloria, ni amor.

Cada noche con exactitud, pasadas las ocho, vuelven los bombarderos a cielo libio. Las pocas baterías antiaéreas que quedan reaparecen disparando al firmamento. La historia sigue su curso incontenible, aunque Gadafi piense que todo su pueblo le ama.


*Fotografía: Una mujer rebelde celebra en Benghazi la salida de las tropas leales a Gadafi -Goran Tomasevic/Reuters, 19-03-2011.

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Ni de Venus ni de Marte

04-03-2011

No somos ángeles, ni luciferes. Tampoco máquinas superiores. Aunque a veces nos creyéramos que algo de todos ellos tuviéramos. Somos seres más sencillos, con raíces largas que se extienden desde piernas y brazos hasta el humus de la tierra. Esto a veces se olvida y terminamos creyendo que somos seres de una naturaleza extraordinaria, hecha para todo tipo de caprichos. Y con ello terminamos también despreciando ideas sencillas que ya habían sido dichas y vueltas a decir.

Todos lo hemos visto en algún momento. Padres que alejan a su progenitura, nacida en Venus o en Marte, del contacto con sus amigos para evitar que la respiración o las manos ajenas contagien a sus vástagos con alguna enfermedad terrenal. Madres que no soportan ver a sus hijos sucios de barro cuando juegan en el parque o en el bosque. Citadinos obsesionados con la pulcritud de sí mismos y de su entorno inmediato.

No se les pude culpar en su totalidad por esta aprensión, porque los cuidados en la higiene actual son parte de la salud que nos hace modernos. Pero el aseo no puede ser en exceso, necesitamos el contacto con la tierra, con las manos sucias, con el bosque para ser más sanos. Esto es lo que nos viene a recordar ahora la ciencia médica.

En la reciente edición de la revista Focus de la BBC se explica que la tesis más fuerte sobre el incremento de las alergias en el mundo, especialmente en los países ricos, se debería al poco contacto que tenemos con algunos microbios durante la infancia. La ausencia de este contacto y el estilo de vida antibacterial estarían provocando problemas de inmuno-regulación. Al evitarse las infecciones graves durante la infancia, el sistema inmunológico no maduraría propiamente. Esta tesis toma fuerza al saberse también que en general en los países en vías de desarrollo, y en las zonas rurales de los países ricos, las alergias son menos frecuentes.

El espíritu de este estilo de vida antibacterial se encuentra en muchas otras ideas que hemos acogido con entusiasmo, pero a las que los hechos les van quitando su fulgor inicial.

Anclados en un embotellamiento en medio de una gran avenida de regreso del trabajo. Allí estamos, con las manos sudorosas, esperando al frente del mismo semáforo que ha cambiado a verde varias veces sin que podamos avanzar siquiera un pelo. De vez en cuando suena la bocina de algún desesperado que maldice a la ciudad entera. Visto desde el cielo, parece un juego de niños casi organizado, para cada carrito un muñequito plástico esperando.

El ideal de felicidad urbano, el automóvil, multiplicado por millones no parece que nos acerque al edén perdido. En contraste, los expertos en desarrollo urbano han regresado a la idea de sacar las bicicletas a las calles de nuevo. Una ciudad avanzada es aquella donde la gente camina más, donde se extiende el uso de la bicicleta y donde se intensifica el uso del transporte público, enfatizan. Un golpe al uso del automóvil privado. Así somos, un paso adelante hacia embotellamientos que enloquecen para tener luego que voltear la mirada en busca de las bicicletas empolvadas que permanecen en el trastero.

Por qué nos entregamos del todo a nuevos gustos e ideas que luego resulta que no son tan buenas como se vendieron inicialmente. Probablemente existe una conducta de grupo que nos lleve a elegir la tendencia de moda. Quizá es una propensión a un tipo de admiración que se deslumbra con lo nuevo y bloquea cualquier indicio de reparo. Posiblemente reina algo más profundo en la naturaleza humana que nos lleva a buscar el bienestar de la manera más placentera posible. O tal vez, sencillamente el ensayo y el error sean la forma natural del aprendizaje social. Unas generaciones se obnubilan con ideas o artilugios que parecen liberadores e imperecederos, hasta que algunos, tiempo después, se percatan de las fisuras de esas ideas.

Concepciones erradas a las que les descubrimos su rostro ahora. Otro ejemplo. Jóvenes que antes de graduarse de la universidad estiman que ya se merecen el mejor salario del mercado. Jóvenes empeñados en hacer cualquier extravagancia para lograr un instante de fama que les resuelva la vida por siempre. Las cosas fáciles, el éxito ojalá garantizado desde que empecemos a gatear.

En contraste con estas opciones, que continúan inflamando corazones, sicólogos, líderes políticos y especialistas en gerencia de personal vuelven a una idea ya remarcada por las abuelas de los abuelos. Que el esfuerzo, la disciplina y la constancia son fundamentales para ser mejores en el arte que elijamos. Y opuesto a la vagancia eterna como sinónimo de bienestar, la investigación social está demostrando que es en el trabajo, especialmente aquel que nos apasiona, donde alcanzamos los mayores estados de creatividad y, paradójicamente, eso que llamamos felicidad, concluye el experto Mihaly Csikszentmihalyi.

Esta vuelta a sugerencias simples y terrenales la estamos presenciando en asuntos de todo tipo. Caminar y correr; antes que el sedentarismo que nos convierte en seres adiposos. Beber más agua; antes que bebidas edulcoradas. Comer más verduras; antes que jugosas grasas y tentadores carbohidratos. Leer, estudiar idiomas, practicar meditación, compartir con los amigos, si se desea ser más inteligente; antes que confiarle ese propósito a un juego electrónico o a medicamentos estimulantes.

Seguro que los conservadores verán en la revalorización de viejas ideas un buen pretexto para que volvamos a la era de las cavernas. Pero nada está más distante de lo que se desea resaltar aquí. Los seres humanos progresan, sin embargo, no todo lo que brilla en las ofertas de ese progreso nos provee del oro que esperamos. Básicamente, aquello que nos podría proporcionar tranquilidad y bienestar apunta hacia estilos de vida simples, menos artificiosos y más cercanos a nuestra naturaleza terrenal. Esto es una idea bastante antigua también.


*Fotografía: Comisionada de transportes de Nueva York (Randy Harrys/The New York Times 2007).

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