Tiempo de desastres

20-09-2010

Lo peor son los rostros suplicando ayuda, las mismas expresiones marcadas en las líneas y los músculos del rostro. El mismo sufrimiento. Unos con menos o más trapos, unos más oscuros que otros, y casi todos con poco que salvar. Desastres que pudieron ser mitigados, en países que parecen resignados a hacer poco para evitarlos.

Fantasmas corriendo sin paradero, niños llorando, cuerpos cubiertos de polvo a la espera de ser rescatados de los escombros, el año empezó con el desplome de Haití. Ocho millones de animales que no soportaron el pasado invierno provocaron una crisis humanitaria en Mongolia. El calor penetra la tierra hasta que las brazas del fuego se extienden sin control desde las raíces de los árboles, más de un millón de hectáreas y todo lo que albergaban consumidas en las viejas tierras frías de Rusia. El agua al cuello, restos del ganado flotando en las aguas cenagosas y descontroladas del Río Indo, pueblos enteros encharcados, enfermedades, incontables pérdidas, veinticinco por ciento de las tierras de Pakistán terminaron inundadas por las lluvias del monzón. Lodos y deslaves, tierras enteras anegadas en México y Centroamérica, la temporada de huracanes apenas empieza.

Todos los anteriores desastres tienen varios asuntos en común. Su intensidad no se había presentado así en décadas o siglos; la extensión de los afectados y de los daños es cada vez mayor cuando se compara con eventos similares ocurridos en el pasado; y -exceptuando el caso de Rusia- la mayor parte de las víctimas son los habitantes pobres. Pero, por qué, ¿cuáles son las razones para que esto esté sucediendo? La primera respuesta en boca de los políticos apunta hacia los efectos del cambio climático. Esta respuesta es la carta más fácil a la mano, especialmente porque parece recordar la pequeñez humana frente al poder de la naturaleza y, por lo tanto, la condición inevitable de los desastres naturales. Sin embargo, esta respuesta no es precisa y además confunde.

El cambio climático está relacionado con las crecientes variaciones que puede tener el clima alrededor del planeta y, de forma muy cercana, determina la mayor o menor intensidad de los fenómenos naturales, pero no es el responsable concreto de un desastre en particular aunque esté relacionado con él. Dadas todas las medidas de prevención de riesgo con las que pueden contar hoy por hoy los estados para mitigar el impacto de los fenómenos naturales extremos, la responsabilidad termina recayendo en los gobiernos y en sus políticas de desarrollo. Los terremotos, huracanes, tsunamis, deslaves siempre han ocurrido y seguirán ocurriendo, no obstante, el hecho de que terminen sepultando poblaciones enteras, depende en cierta medida de lo que se haga o deje de hacer.

Un ejemplo concreto sobre esto son los casos de Perú y Japón. En un mismo año ambos países pueden estar expuestos a similares desastres naturales. No obstante, mientras en Perú la cifra de muertos se elevaría a miles, en Japón se contabilizarían sólo decenas –para principios de la década pasada, la ONU reportaba dos mil novecientos muertos en un solo año en Perú; para Japón, sesenta y tres. El asunto es claro, los países ricos contabilizan menos muertos y pérdidas materiales ante una amenaza natural porque se anticipan a los desastres, porque fortalecen las zonas o los sectores que puedan ser más vulnerables.

En los países pobres, esto no se hace, o se hace mal: los pobres encaraman sus favelas en el barranco que se caerá el próximo año, las autoridades permiten construir en tierras inundables, tal como ha pasado en Centroamérica y en México; se secan los pantanos que le dan estabilidad al caudal del río, se deforestan sus tierras cercanas, se ponen espolones para reconducir su caudal o no funcionan los sistemas de alertas tempranas, tal como ha sucedido en Pakistán; se cría un ganado que vuelve improductiva la tierra, tal cual ha pasado en Mongolia; se corta hasta el último árbol y se construye sin las mínimas precauciones antisísmicas, tal cual ha sucedido en Haití; se subestima la planeación urbana y se educa muy poco a la población en la prevención de los riesgos, como ha pasado en todos ellos. Así, es muy fácil provocar desastres y muy fácil que parezcan eventos apocalípticamente inevitables.

En general parece imposible volver al pasado, pero los hechos son contundentes. Nos muestran que este viejo deseo es dramáticamente posible, y no sólo esto, sino que también al llegar al pasado los viajeros pueden permanecer allí durante décadas enteras. De esto pueden hablar con propiedad los haitianos. El pasado terremoto sacudió al país durante escasos treinta y cinco segundos, un instante suficiente para que este pobre Estado retrocediera una década entera en su ya lánguido desarrollo.

Todos los días caen fuertes lluvias, todos los días hay fuertes olas y todos los días el suelo se estremece en algún lugar del planeta. La tierra siempre está en movimiento, y eso es humanamente inevitable; pero cómo se organizan y acomodan los seres humanos sobre su superficie, dónde y cómo construyen sus habitáculos para evitar que sean afectados o destruidos por las amenazas de la naturaleza es un asunto de su responsabilidad. Y, fundamentalmente, una responsabilidad de sus líderes políticos.



*Fotografía: Newsweek (Getty Images, left; AFP-Getty Images, right).