Fantasmas insaciables

05-10-2006
Han llamado al 911, el número de emergencia de la policía, para que busquen en el sótano de una editorial católica. Alguien informó que el desaparecido lo encerraron allí entre los libros polvorientos. Buscaron; no hallaron nada.

Sobre caballos los policías rastrillan entre matorrales el cuerpo o algún olor putrefacto que el viento pueda arrastrar de campos lejanos. Escudriñan también entre las alcantarillas. Van a ser tres semanas ya sin noticias sobre su existencia. La zozobra se ha apoderado de su familia, de los ciudadanos, que salen multitudinariamente a las calles a exigir que aparezca lo que nunca aparece.

El sábado pasado encontraron el cuerpo de un hombre que parecía ser el de él. Pero no, son los de otro veinte años menor. Se han comparado infructuosamente sus huellas dactilares con cerca de treinta cadáveres de personas que han muerto en las últimas horas. Han revolcado los cuerpos en la morgue, en los cementerios, en los hospitales, y nada, no aparece.

El gobierno ha ofrecido una jugosa suma a quien dé información sobre su paradero. Su fotografía aparece cada día en televisión. También la llevan los patrulleros de la policía. Hay que seguir buscando, igual es mucha la experiencia que se tiene en este tipo de eventos: fueron cerca de 30 mil las personas desaparecidas y asesinadas durante los años de la dictadura, 1976-1983.

Dicen que Jorge Julio López, un albañil de 77 años, acostumbraba a caminar por el barrio todas las mañanas. Un día antes de su desaparición había quedado en encontrarse con uno de sus hijos para asistir a la audiencia de alegatos del juicio. López había testificado contra Miguel Etchecolatz, ex director de investigaciones de la policía de Buenos Aires, en un proceso que se le adelantaba por secuestros, torturas y asesinatos perpetrados durante el último gobierno de la dictadura militar. El veredicto, culpable. Cárcel perpetua.

Era el primer juicio contra un ex represor tras la anulación, por inconstitucionales, de las leyes de perdón y olvido. Estas impedían juzgar a miembros de las fuerzas armadas por violaciones de los derechos humanos cometidas durante la época del terror. Pero Etchecolatz nunca se consideró culpable. “No es este tribunal el que me condena. Son ustedes los que se condenan”, dijo en su momento.

Días después de la desaparición de López aparece una avalancha de cartas amenazantes contra fiscales y jueces cercanos al caso de Etchecolatz y a otros que llevan procesos contra ex represores. “Esta farsa tendrá su fin en cualquier momento y los que no hayan honrado su cargo deberán rendir cuentas. Volveremos a tomar contacto con usted”, dice una de las misivas anónimas. “La verdadera justicia llegará”, se lee en otra.

Allí está. El mismo pánico escalofriante atizado por todas las dictaduras y todo actor armado en cualquier rincón del planeta para reducir, humillar y paralizar toda acción o pensamiento contrario. Y también la voz de lo justo. El mensaje es devastador: “mientras transcurre ese sueño frágil llamado democracia, sólo dormimos, no dejamos de existir. La justicia es sólo para civiles y perdedores no para nosotros”.

Pareciera una sin salida, al lado del primer juicio contra un ex represor; se presenta “el primer desaparecido de la democracia”, sugeriría Felipe Solá, gobernador de Buenos Aires.

En Colombia transitamos en este momento y se transitará en las próximas décadas por terrenos semejantes en los que hoy deambula la sociedad argentina. Se pide justicia y verdad. Y para encontrarla, aquí también veremos desfilar por los estrados judiciales a ex paramilitares y ex insurgentes, y también a miembros de la fuerza pública.

Lo que hoy sucede en Argentina puede ser una anticipación débil de lo que podría pasar aquí, en este país cuya guerra aún no ha terminado y donde desaparecer y asesinar testigos es pan de cada día.

Cuánta hiel habrá que tragarnos ahora para que el pasado no se repita con exactitud en el futuro. Para que podamos sepultarlo para siempre con todos sus fantasmas detestables, insaciables.

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