El síndrome Columbine: "Perdedores" enfurecidos

23-03-2009
La primavera apenas comienza, rosas rojas y claveles blancos parecen dar la bienvenida, la cera de las velas se derrite con el calor de las llamas, el sol se insinúa y un viento frío y leve recorre el corazón de la gente. El estadio deportivo de Winnenden está lleno, conmemoran, leen los nombres de los que ya no están, ramos de flores y velas se amontonan. Alemania está de luto una vez más. Un luto raro, incomprensible. Adolescentes que matan a diestra y siniestra en su escuela.

Volvió a suceder, escribe en The New York Time, una periodista que le hace seguimiento a un fenómeno que hasta ahora se ha presentado en sociedades ricas. El chico de 17 años lleva ropa negra de combate, entra a su escuela con una pistola automática y doscientas balas, mata a nueve estudiantes y tres profesoras, once son mujeres, deja heridas a siete chicas más, huye, en una carrera alocada mata a otra persona en un hospital, secuestra al conductor de un automóvil, lo obliga a recorrer varios kilómetros, se esconde en un concesionario, mata a dos más, intercambia disparos con la policía. Acorralado en sus fantasías y su furia febril juega durante unos segundos al indestructible, luego se pega un tiro. El ritual completo. Súper Hollywood sale de la pantalla por unos instantes para poseer a un amateurs, pero en vivo.

Seguramente durante los minutos en que este chico ejecutaba la tragedia se le cruzaron por su mente los destellos de sus juegos de combate preferidos Far Cry 2 o World of Warcraft; las prácticas de tiro que hacía con su padre para relajarse y tomar el sol; episodios de Natural born killer de Oliver Stone; las gabardinas negras de ‘Reb’ y ‘Vodka’ entrando en la Columbine High School, EEUU, antes de perpetrar aquella masacre cada vez más mítica; el Manifiesto del selector natural, escrito por otro adolescente sociópata; el rostro de algún otro menor que se considera a sí mismo un perdedor; el escalofrío producido por una vieja humillación en la escuela; la insoportable depresión; el suicidio de Hitler; el rostro agresivo de Cho Seung Hui apuntando sobre su propia cabeza antes de asesinar a treinta y dos personas en el campus de Virginia Tech.

Todo esto hirviendo en la cabeza de una personalidad en formación. Este efímero homicida y suicida era un joven aficionado a los juegos de ordenador, amable, tímido, no muy listo, poco atractivo y nada popular, dice la policía tratando de elaborar un perfil. Un perfil que podría servir para todos los que hicieron lo mismo antes que él. Desde la masacre de Columbine, 1999, este tipo de violencia se está repitiendo con cierta periodicidad, y ha dejado de ser inesperada. Cada acción consumada o frustrada es un mensaje de continuidad y supervivencia para futuros perpetradores.

Por qué se produce esta explosión repentina de violencia en adolescentes cuando todo parece estar en calma. Es una pregunta sin una respuesta precisa. Sin embargo, existe más claridad sobre aspectos que la caracterizan. Los actos de violencia se han presentado en escuelas o institutos. Todos los perpetradores han sido varones, chicos considerados normales que, en general, llaman poco la atención, se han sentido maltratados o subvalorados, odian a miembros específicos de su institución educativa o a toda la institución, algunos han padecido depresión y han recibido previamente acompañamiento sicológico, otros han tenido tendencias suicidas.

La imitación es doble y sobresale en todos los casos: durante la ejecución del acto los chicos presentan un estilo elemental sacado de películas de acción o videojuegos; y remedan el estilo de la violencia de los otros, de este modo, han ido convirtiendo el caso Columbine en modelo fundador. La violencia de estos jóvenes no es ideológica ni política, sino, peliculesca, planeada en el silencio de hogares comunes y corrientes. Finalmente, existe un factor agravante común: todos han tenido acceso a armas de fuego.

En este tipo de violencia sobrecoge el dolor sicológico que tienen estos jóvenes tanto como el dolor injustificado que provocan. “Lo único que allí me enseñaron fue a considerarme un perdedor”, decía el joven que dejó veintisiete heridos en Emsdetten, Alemania. “Pensaron que era la vida de un muchacho patético la que estaban extinguiendo”, decía el perpetrador de la masacre de Virginia Tech, EEUU. “Ya he tenido bastante. No quiero formar parte de esta mierda de sociedad”, escribía el ejecutor de la masacre de Tuusula, Finlandia. Todos se suicidaron -como parte de la fama que creían que alcanzarían, de la inmortalidad de la queja y del ‘mensaje’ del acto.

Después de cada masacre vuelven las mismas preguntas sobre cómo evitarlas. Se endurece la adquisición de armas, se discute sobre videojuegos y películas violentos, se promueve la tolerancia y el respeto en las escuelas, se piden más sicólogos, se increpa a los padres y a los medios. Luego se olvida durante un tiempo, hasta que en algún nuevo pueblo de Europa o EEUU otro adolescente madura su resentimiento depresivo, se disfraza de asesino virtual y comete una masacre extremadamente real.

Un tipo de violencia que parece ser la destilación lenta de la esquizofrenia de las sociedades occidentales: dura competencia desde la infancia, obcecación por el éxito, culto a la fama a toda costa, obsesión por un prototipo de belleza, exaltación de la violencia visual y real. Tal vez tenga razón el diario La Croix de Francia cuando afirma que todos los controles que se impongan no podrán evitar que estas tragedias se repitan mientras no se piense con mesura cuál es el tipo de sociedad que estos países quieren para sus hijos.

Las banderas han ondeado a media asta en Alemania de nuevo. Las familias viven su luto incomprensible en el silencio de sus hogares. Las velas se han apagado. Y todo parece volver a la normalidad.


*Fotografía: Ofrenda a las víctimas del ataque en Winnenden, Alemania -Deutsch Welle 21-03-2009.

Publicado en:
http://www.gaymagazine.cl/columnas/?contenido=2399

http://gua30.wordpress.com/2009/03/31/perdedores-enfurecidos/



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