Un acuerdo entre demonios

04-01-2006
El tiempo va demostrando que los problemas de este país desbordan las soluciones partidistas y, sobre todo, las mesiánicas. También va demostrando que este conflicto armado con todos sus excesos y barbaridades -este que el actual Presidente bañado en prepotencia consideró que no existía- es consustancial al propio Estado, es decir, que se cría y desarrolla como gusano baboso entre sus vísceras.

En las últimas semanas, las instituciones judiciales del altiplano montañoso y frío están convirtiendo en verdad jurídica las verdades que se desayunan y padecen día tras día en el calor de las costas y las llanuras. El escándalo de la 'parapolítica'.

Senadores, gobernadores, diputados, militares, policías, fiscales, jueces, por mencionar la punta del iceberg, son acusados o aparecen envueltos en la conformación de grupos paramilitares, es decir, de masacradores en serie. La imagen límpida que quisieron construir los gobiernos para ganar legitimidad entre los habitantes y arrinconar políticamente a las guerrillas se ha reventado con los mafiosos y delincuentes que calientan las sillas de la burocracia estatal.

En este escenario, en el que se avizora una crisis política, el ex ministro de hacienda Rudolf Hommes pregunta: "¿Y ahora quién ejerce el liderazgo moral?". Cuestión clave, dado que todos los implicados en este escándalo hacen parte de las filas políticas del actual gobierno.

Que se diga toda la verdad, que salgan a la luz pública todos los que se bañaron con la sangre vertida por los paramilitares, se escucha en los medios. En una aproximación elaborada por la Fundación Seguridad y Democracia, de darse esto, la cifra de involucrados superaría las cinco mil personas, incluyendo solo a alcaldes (480), concejales (1.200), oficiales y suboficiales de la Policía (360), oficiales y suboficiales del Ejército (720), empresarios (1.200). La misma fundación reconoce que estos son cálculos conservadores.

Este es un problema de tal magnitud, que desborda los aparatos de justicia en dos sentidos. Porque no tienen la capacidad material de investigar, procesar y encarcelar a tanta gente y porque no se sabe cuántos de los jueces, fiscales e investigadores también comulgan con estos grupos. Y esta es solo la mirada de un costado; al frente estaría la que resulta de hacer el cálculo de todos los patrocinadores o colaboradores que también se han revolcado en la sangre esparcida por las guerrillas.

En este panorama de extraño posconflicto se plantean soluciones a medias o equivocadas. La senadora Piedad Córdoba pide revocar el Congreso y convocar una asamblea constituyente. Pero, en el primer caso, de llevarse a cabo una revocatoria, solo tendríamos la sensación de un Congreso renovado, pero sin que en el fondo se haya cambiado nada. Y en el segundo, una constituyente donde queden por fuera los mismos grupos guerrilleros que quedaron por fuera hace quince años es condenar en su nacimiento a la constitución que resulte. Primero el país debe solucionar este conflicto y saber toda la verdad antes de distraerse en competencias electorales.

Se ha recordado la propuesta de crear una ley de punto final, hecha hace algunos años por el senador Jaime Dussán. Perdón y olvido para todo mundo. No obstante, en esto la Corte Constitucional, amparada en el derecho internacional, ha sido clara. "No se admiten el otorgamiento de autoamnistías, amnistías en blanco, leyes de punto final o cualquiera otra modalidad que impida a las víctimas el ejercicio de un recurso judicial efectivo".

Los paramilitares desmovilizados que veranean en La Ceja piden una comisión civil de la verdad, ante la cual puedan revelar los vínculos que tuvieron con la clase política. Pero esta propuesta busca más salvar sus propios pellejos y evitar quedar como delatores de sus admiradores y patrocinadores políticos antes que servir para la reconciliación nacional.

El senador Gustavo Petro ha invitado al Presidente a impulsar un acuerdo nacional por la verdad que incluya reformar los sistemas electoral y de partidos y la Ley de Justicia y Paz. Hasta ahora el Presidente no ha respondido porque en su cabeza solo piensa en cómo traer a este nuevo escándalo los excesos cometidos por el M-19, grupo guerrillero desmovilizado hace más de quince años. Sin embargo, independientemente de esto, si se propone un acuerdo multipartidista, este no debe circunscribirse solo a la verdad, porque ¿qué gana el país teniendo un acuerdo por la verdad si los que prosiguen la guerra continúan con su saldo macabro, sus mentiras y ocultamientos?

En esta lista de propuestas, el Presidente es el que más ha hablado sin decir en el fondo nada importante. Nada a la altura de la magnitud de las circunstancias. Que la Corte Suprema lleve hasta el final las investigaciones, que descubra toda la verdad. Que todos los congresistas implicados se presenten a declarar ante la justicia. Que si alguien tiene pruebas de que él ha participado en la conformación de grupos paramilitares que las muestre. Que la verdad debe abrazar también a los patrocinadores de las Farc, del Eln y del extinto M-19.

Y en los últimos días ha dicho que toca reformar la Ley de Justicia y Paz. "Esa Ley parece muy blandita frente a los paramilitares y es tan dura frente a la guerrilla que no la acepta; toca reformarla." La misma ley que expertos y periodistas un año atrás ya le habían dicho que era incompleta y débil. Tanta retórica, cuando lo que se necesitan son políticas de Estado serias, profundas.

En el fondo de todo este desorden, lo que aparece, en primer lugar, es la necesidad de solucionar un conflicto armado que, con el músculo del narcotráfico, ha permeado todos los rincones de la sociedad colombiana. Y en segundo lugar, la necesidad de planear el posconflicto con todas las fuerzas políticas, asumiendo los desafíos que conlleva en reconciliación, verdad y reformas sociales y políticas.

Se requiere un acuerdo nacional para el posconflicto lo más incluyente posible, que establezca claramente las rutas de negociación con las guerrillas y los paramilitares, las reformas constitucionales y jurídicas necesarias y las metas de reconstrucción de mediano y largo plazo. Nada de esto significa dejar de juzgar a los que hayan tenido mayor responsabilidad en los excesos de la guerra. Esa idea pragmática de que la solución provendrá de negociaciones entre un gobierno fuerte y un grupo armado específico ha puesto a deambular en círculo al país.

El liderazgo en un acuerdo de esta dimensión no se puede esperar del gobierno actual, porque ni le importa y ni es de su naturaleza. Este es un gobierno de mayorías, inclinado a imponer su modelo de país. Este no es un gobierno de consenso ni de reconciliación. En consecuencia, la iniciativa recae en los medios de comunicación, Iglesia, iniciativas de paz, movimientos y partidos políticos que están por fuera del Gobierno. Pero todo esto sin excluir al Gobierno.

Si aceptamos hipotéticamente que toda la sociedad está salpicada y que no hay quien ejerza el liderazgo moral, esto es, que todos de alguna forma somos demonios, eso significa que en las circunstancias en las que se encuentra el país es urgente que los demonios líderes dejen de lado la xenofobia política y la aureola de perfección y salvación que no tienen y se sienten a dialogar para encontrar soluciones que nos permitan salir de este infierno que tanto devora y atormenta.

>>Publicado originalmente en:

http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/otroscolumnistas/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR-3352044.html

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