La ciudad y la hierba

24-06-2011

¿Qué es la hierba?, pregunta un niño. Cuántos aromas desprenden los bosques en verano. Dónde duermen los pájaros durante la noche.

Santiago, México, Bogotá, Madrid…

La luz colma la ciudad durante la mañana al tiempo que aumentan lentamente la frecuencia y el ruido de los autos. Un aleteo extraño se escucha en el comedor, mientras cree pasar de incógnito de los lirios a los jazmines chilenos. En menos de un parpadeo ya se ha ido sobrevolando las hojas de las jacarandas, aunque antes fugazmente había puesto su pico en los malvones anaranjados y en los rojos. No deja de sorprender que, en las alturas de una megaurbe ruidosa y congestionada, los colibríes busquen flores y fabriquen sus pequeños nidos.

La ciudad nunca ha sido concebida para ser un espacio natural, ni su alma es la de acoger a la naturaleza. Su espíritu, por el contrario, ha sido el de alejarse de ella para erigir el mundo moderno y dejar atrás la vida dura y ‘menos civilizada’. Pero a pesar de ello y del halo de desprecio que esto rezume, la naturaleza está allí presente aunque sea en pequeñas cantidades, para fastidiar, si es el caso, o para recordarnos con voz taciturna que no la olvidemos.

La ciudad ha sido fuente de progreso, de creación, de disminución del sufrimiento humano, ha sido el espacio del bienestar y del disfrute; no obstante, también nos ha alejado de los misterios del bosque y de los conocimientos que se habían adquirido sobre el campo. Su ensimismamiento en el tiempo ha creado una burbuja de ignorancia sobre lo que somos y sobre nuestra esencia. Y esta mentalidad gris se concreta cada día en cosas pequeñas, pero bastante reveladoras.

Estamos en la avenida Horacio, una de las calles centrales de la megaurbe, México D.F. Lo que hace más atractiva a esta vía es una alameda peatonal que la atraviesa de principio a fin en más de treinta manzanas. Este paseo necesita básicamente mantener su encanto. Y a ello han creído aportar los que le han vaciado una alfombra de concreto por todo su centro, también de principio a fin, para mejorar el camino rústico que antes tenía…

Estamos ubicados en la avenida el Dorado, la vía que da la bienvenida a Bogotá D.C.; se tomó la decisión de poner a funcionar en ella un nuevo servicio de transporte masivo. Esta construcción ha hecho lo propio, comerse parte de los árboles, de lo poco verde y de las pocas zonas húmedas que le quedaban. Hacia el oriente de esta avenida, se puede contemplar siempre el boscaje de las grandes montañas andinas, aunque a esta calle le esquilmen cada año el poco verde que le queda.

Estamos en una de las esquinas de la Casa de Campo, uno de los espacios verdes más agradables que tiene Madrid. En ese borde hay una intercepción vial que necesitaba más espacio; le hicieron un boquete al parque de por lo menos quinientos metros cuadrados. No existe razón para reparos, urge facilitar la circulación de los motores. Así ha sido el alma de lo urbano, la extensión incuestionable y gradual del hormigón y del cemento para edificar el buen vivir.

¿Por qué los árboles no saben hablar? ¿Por qué existen montañas empinadas que dejan escapar el agua que llevan dentro? ¿Qué significa el verde de los arbustos después de la lluvia…?


El síndrome de déficit de naturaleza

El modo como hemos concebido lo urbano y las ciudades nos ha otorgado muchas cosas, pero también nos ha quitado otras. Lo urbano se halaga a sí mismo por sus logros; pero repara poco en los efectos de su propia abstracción y en la pérdida del sentido básico de la vida en la que caen sus habitantes, una vida de la que dependen.

Los alimentos que necesitamos para vivir, por poner un caso, no son producidos por los campesinos de Second Life o los mercados de World of warcraft. Aquello que hemos perdido ha provocado en los citadinos un estado ‘patológico’, sugerentemente definido por el escritor Richard Louv como déficit de naturaleza.

El significado de este desorden o carencia, un diagnóstico más social que clínico, es muy simple. La ciudad, al alejarnos de la naturaleza, nos lleva a una disminución de la capacidad de encontrar significado en las formas de la vida natural que nos rodean, nos lleva a un conocimiento atrofiado de nuestro entorno[1].

Louv explica que hoy los niños en las ciudades están más conscientes de las amenazas globales a la naturaleza, pero que su contacto físico y la intimidad con ella están desapareciendo. No la entienden, o no se sienten parte de ella. Prefieren dedicar su tiempo libre a jugar con los nuevos aparatos electrónicos que dedicarlo al contacto con la naturaleza al aire libre. Nuestras sociedades han enseñando a los jóvenes a evitar la experiencia directa con ella.

No obstante, el déficit de naturaleza no lo padecen sólo los niños; también lo portan adultos. Y en esto debemos ser francos, sabemos que muchos adultos detestan el contacto con el monte, con los bosques, con el medio natural en general. Y sabemos además que otros no saben siquiera cómo transplantar una planta, o que prefieren no hacerlo para evitar que sus uñas se ensucien de tierra.

Lo urbano apuesta por aquello que juzga sofisticado y alternativo en la carrera de la existencia: esto tienen como consecuencia, entre otras cosas, que la vida natural pase a ser considerada como “aquello”, lo otro exótico, lo extraño. Por tal motivo, no sorprende que, en la abstracción citadina, ésta se haya convertido también en un objeto de consumo televisivo, en el estampado de una camiseta, en fantasía cinematográfica o, claramente, en un objeto que no se toma en cuenta, remarca Louv.

Todo esto sucede a pesar de que cada vez más existen nuevas evidencias sobre los beneficios físicos, psicológicos y estéticos que produce dedicarle tiempo a ella. Nuestros sentidos y sensibilidad se enriquecen; la habilidad para prestar atención se estimula; y se cultivan nuestra creatividad e inteligencia. El acto simple de sentarse regularmente en una arboleda a descansar puede producir ya más tranquilidad que hacer lo mismo en una cafetería[2]. Como individuos y como especies estamos hechos de naturaleza.

¿Cuántos años llevan las olas acercándose a la playa? ¿En qué parte se esconden las turbinas de los pájaros al volar? ¿Por qué las hojas amarillas no perviven más allá del otoño? ¿En dónde guardan las secuoyas milenarias todo lo que saben…?


Sobran razones

Tratar de que los habitantes de las ciudades restablezcan los vínculos con la cotidianidad de la vida natural y de que se recuperen los conocimientos corrientes que se tenían sobre ella, puede ser considerado algo sensiblero y rayano en la ridiculez, pero no lo es. Existen razones diversas por las cuales restablecer estas ligazones.

Unas razones prácticas que se derivan de lo que necesitamos y consumimos, por un lado, y de todo el daño que producimos al entorno, por el otro. Unos motivos éticos y ontológicos sobre lo que somos como naturaleza. Y unas razones estéticas y gnoseológicas anudadas a la capacidad de apreciar y crear.

Existen motivos de peso. Para finales de este año, de acuerdo con los cálculos de Naciones Unidas[3], el planeta alcanzará la cifra de siete mil millones de seres humanos, una cantidad considerable que antes que llamarnos al catastrofismo nos impele a pensar en los retos que se derivan de su incremento. Para el año 2050 se estima que el número ascendería a los nueve mil millones. Estas cifras no representan tanto un problema de densidad, como desafíos en el sostenimiento y en las garantías de buenas condiciones de vida para todos.

Alimentar las bocas del futuro, implicará duplicar la actual producción de alimentos, en unas condiciones en donde la tierra cultivable y el agua consumible son finitas, y en donde además no se tiene certeza sobre las inestabilidades que traerá el cambio climático sobre la agricultura.

Más personas en la tierra conllevan también a aumentar la capacidad de las fuentes de energía para responder a una demanda creciente, y a robustecer las políticas estatales de empleo, vivienda y sanidad para asegurar la inserción social. La relación de todo esto con la vida natural es palmaria, más personas en la tierra significa más presión sobre la naturaleza.

Pero no se trata únicamente de que haya más seres humanos, se trata también de responder a los retos que representan en el lugar donde estén ubicados. Desde 2010 la mayor parte de la población del planeta pasó a ser urbana y, continuando esta tendencia, en el año 2050 la población en las ciudades podría superar el setenta por ciento de la población mundial[4]. Habrá mucha más gente y mucha más en las ciudades, podríamos resumir.

Y, volviendo a la línea de lo que estamos sosteniendo en este texto, ¿habría muchos más afectados de déficit de naturaleza? ¿Mucho más analfabetismo sobre la vida natural? ¿Se padecería de una pérdida mayor de los vínculos con el mundo silvestre? La respuesta puede ser optimista; todo depende de lo que se haga.

¿A qué hora duermen los peces en luna llena? ¿Por qué los árboles se desnudan en invierno? ¿A qué planeta se iría el amor si desaparecieran las abejas…?


Reconciliación

Las ciudades tienen un rostro doble. Son las mayores generadoras de basura, las principales responsables del calentamiento global y las que más representan las disparidades sociales y la miseria extrema del mundo. No obstante, las ciudades son también el motor económico de los Estados y del planeta, son el núcleo de los grandes avances científicos, representan el foro de las artes y de la producción cultural, y su pronunciada densidad facilita los programas de gran impacto contra la pobreza. Las ciudades son fuente de creatividad, y esta creatividad también puede estar al servicio del restablecimiento de los lazos humanos con la vida natural.

Esta reconciliación, con todos los conocimientos que la ciencia ha proporcionado y con los que se puedan recuperar de los más viejos, podría proporcionar mayor plenitud y ser parte de la solución de los problemas que hoy presionan y de los que van a venir en el futuro próximo.

Si los niños lograran tener una niñez más cercana a los bosques, quizá las nuevas generaciones lograrían ser más responsables al consumir; tal vez los nuevos arquitectos dejarían de centrarse tanto en el ladrillo funcional, para interesarse más por integrar nuevos espacios verdes en las edificaciones y en construir corredores y hábitats naturales que atravesaran las ciudades de un extremo a otro. Posiblemente se reconstruyeran las riberas de los ríos que ahora hacen parte del sistema de cloacas de muchas ciudades.

Y tal vez los citadinos verían disminuir sus depresiones existenciales recurrentes si desde los primeros años comprendieran vívidamente que lo que nos ha creado ha sido el acontecimiento de la vida en este planeta, que los humanos somos sólo una parte de la comunidad de los seres que sienten, que respiran, y que sólo por esto la vida tiene sentido y resulta fascinante.

“Un niño preguntó: ‘¿Qué es la hierba?’, mostrándoseme con sus manos colmadas”, escribe Walt Whitman. “¿Qué podía responderle? Yo ignoro, como él, qué es la hierba”. Quizá “[…] la hierba misma es un niño, la tierna criatura nacida de la vegetación”, conjetura.


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[1] Louv, Richard. Last child in the woods: Saving our children from nature-deficit disorder. Algonquin Books of Chapel Hill, North Carolina, 2008

[2] Louv, Richard. The nature principles: human restoration and the end of nature-deficit disorder. Algonquin Books of Chapel Hill, North Carolina, 2011.

[3] United Nations. World Population Prospects: The 2010 Revision. New York, 2011.

[4] UN-Habitat. State of the world’s cities 2010-2011. Bringing the urban divide. United Nations Human Settlements Programme, Nairobi, 2008.

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*Fotografía: Web.

Publicado en: http://www.razonpublica.com/index.php/econom-y-sociedad-temas-29/2161-la-ciudad-y-la-hierba.html

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