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Ni de Venus ni de Marte

04-03-2011

No somos ángeles, ni luciferes. Tampoco máquinas superiores. Aunque a veces nos creyéramos que algo de todos ellos tuviéramos. Somos seres más sencillos, con raíces largas que se extienden desde piernas y brazos hasta el humus de la tierra. Esto a veces se olvida y terminamos creyendo que somos seres de una naturaleza extraordinaria, hecha para todo tipo de caprichos. Y con ello terminamos también despreciando ideas sencillas que ya habían sido dichas y vueltas a decir.

Todos lo hemos visto en algún momento. Padres que alejan a su progenitura, nacida en Venus o en Marte, del contacto con sus amigos para evitar que la respiración o las manos ajenas contagien a sus vástagos con alguna enfermedad terrenal. Madres que no soportan ver a sus hijos sucios de barro cuando juegan en el parque o en el bosque. Citadinos obsesionados con la pulcritud de sí mismos y de su entorno inmediato.

No se les pude culpar en su totalidad por esta aprensión, porque los cuidados en la higiene actual son parte de la salud que nos hace modernos. Pero el aseo no puede ser en exceso, necesitamos el contacto con la tierra, con las manos sucias, con el bosque para ser más sanos. Esto es lo que nos viene a recordar ahora la ciencia médica.

En la reciente edición de la revista Focus de la BBC se explica que la tesis más fuerte sobre el incremento de las alergias en el mundo, especialmente en los países ricos, se debería al poco contacto que tenemos con algunos microbios durante la infancia. La ausencia de este contacto y el estilo de vida antibacterial estarían provocando problemas de inmuno-regulación. Al evitarse las infecciones graves durante la infancia, el sistema inmunológico no maduraría propiamente. Esta tesis toma fuerza al saberse también que en general en los países en vías de desarrollo, y en las zonas rurales de los países ricos, las alergias son menos frecuentes.

El espíritu de este estilo de vida antibacterial se encuentra en muchas otras ideas que hemos acogido con entusiasmo, pero a las que los hechos les van quitando su fulgor inicial.

Anclados en un embotellamiento en medio de una gran avenida de regreso del trabajo. Allí estamos, con las manos sudorosas, esperando al frente del mismo semáforo que ha cambiado a verde varias veces sin que podamos avanzar siquiera un pelo. De vez en cuando suena la bocina de algún desesperado que maldice a la ciudad entera. Visto desde el cielo, parece un juego de niños casi organizado, para cada carrito un muñequito plástico esperando.

El ideal de felicidad urbano, el automóvil, multiplicado por millones no parece que nos acerque al edén perdido. En contraste, los expertos en desarrollo urbano han regresado a la idea de sacar las bicicletas a las calles de nuevo. Una ciudad avanzada es aquella donde la gente camina más, donde se extiende el uso de la bicicleta y donde se intensifica el uso del transporte público, enfatizan. Un golpe al uso del automóvil privado. Así somos, un paso adelante hacia embotellamientos que enloquecen para tener luego que voltear la mirada en busca de las bicicletas empolvadas que permanecen en el trastero.

Por qué nos entregamos del todo a nuevos gustos e ideas que luego resulta que no son tan buenas como se vendieron inicialmente. Probablemente existe una conducta de grupo que nos lleve a elegir la tendencia de moda. Quizá es una propensión a un tipo de admiración que se deslumbra con lo nuevo y bloquea cualquier indicio de reparo. Posiblemente reina algo más profundo en la naturaleza humana que nos lleva a buscar el bienestar de la manera más placentera posible. O tal vez, sencillamente el ensayo y el error sean la forma natural del aprendizaje social. Unas generaciones se obnubilan con ideas o artilugios que parecen liberadores e imperecederos, hasta que algunos, tiempo después, se percatan de las fisuras de esas ideas.

Concepciones erradas a las que les descubrimos su rostro ahora. Otro ejemplo. Jóvenes que antes de graduarse de la universidad estiman que ya se merecen el mejor salario del mercado. Jóvenes empeñados en hacer cualquier extravagancia para lograr un instante de fama que les resuelva la vida por siempre. Las cosas fáciles, el éxito ojalá garantizado desde que empecemos a gatear.

En contraste con estas opciones, que continúan inflamando corazones, sicólogos, líderes políticos y especialistas en gerencia de personal vuelven a una idea ya remarcada por las abuelas de los abuelos. Que el esfuerzo, la disciplina y la constancia son fundamentales para ser mejores en el arte que elijamos. Y opuesto a la vagancia eterna como sinónimo de bienestar, la investigación social está demostrando que es en el trabajo, especialmente aquel que nos apasiona, donde alcanzamos los mayores estados de creatividad y, paradójicamente, eso que llamamos felicidad, concluye el experto Mihaly Csikszentmihalyi.

Esta vuelta a sugerencias simples y terrenales la estamos presenciando en asuntos de todo tipo. Caminar y correr; antes que el sedentarismo que nos convierte en seres adiposos. Beber más agua; antes que bebidas edulcoradas. Comer más verduras; antes que jugosas grasas y tentadores carbohidratos. Leer, estudiar idiomas, practicar meditación, compartir con los amigos, si se desea ser más inteligente; antes que confiarle ese propósito a un juego electrónico o a medicamentos estimulantes.

Seguro que los conservadores verán en la revalorización de viejas ideas un buen pretexto para que volvamos a la era de las cavernas. Pero nada está más distante de lo que se desea resaltar aquí. Los seres humanos progresan, sin embargo, no todo lo que brilla en las ofertas de ese progreso nos provee del oro que esperamos. Básicamente, aquello que nos podría proporcionar tranquilidad y bienestar apunta hacia estilos de vida simples, menos artificiosos y más cercanos a nuestra naturaleza terrenal. Esto es una idea bastante antigua también.


*Fotografía: Comisionada de transportes de Nueva York (Randy Harrys/The New York Times 2007).

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Una Aldea civilizada

14-05-2010

Hay que tener coraje para haber estado allí viendo cómo los aviones rusos surcaban el cielo y las máquinas de guerra hacían gala de su poderío. Qué hacía Angela Merkel en medio de una conmemoración que habría podido herir el alma germana. Rusia estaba de fiesta, mientras la canciller observaba con templanza estrechando la mano de sus homólogos. La Plaza Roja de Moscú vivía un aniversario más de la derrota de la Alemania Nazi, albergando por primera vez a miembros de las tropas aliadas.

Una máquina dedicada a la aniquilación de pueblos fue detenida y ‘se puso fin a una ideología que destruía los fundamentos de la civilización’, proclamaba el presidente ruso Dmitri Medvédev en presencia de la líder. Durante todos estos años los alemanes han asumido su culpabilidad del holocausto judío, han pedido perdón, han contribuido con indemnizaciones y se han tragado la humillación de su derrota como ningún otro pueblo de Europa lo había hecho antes. Representan al mismo tiempo el ejemplo de un ego ambicioso y sangriento que nunca se debe imitar y el de una conciencia de la derrota y de la culpa digna de respeto. Y en numerosas ocasiones han honrado la memoria de los muertos que produjo su vieja ambición totalitaria.
Tal vez hubo un momento en la historia lejana de los humanos en que simplemente se actuaba sin mucha conciencia y en donde matar a otro ser humano era un acto más entre los muchos otros que se presentan en la vida, un acontecimiento que ameritaba muy poco remordimiento. Sin embargo, con el paso de los tiempos este acto se ha ido cercenando lentamente para ir perdiendo el valor que algunas culturas pudieron haberle otorgado. La vida persevera de modo natural, pero con el progreso de la conciencia se ha convertido además en el valor más importante. Los hombres han continuado matándose a lo largo y ancho del planeta, las masacres no han disminuido aunque sí lo han hecho las cifras cotidianas de violencia.
El trago amargo que ha bebido la Canciller es el mismo que han empezado a beber los rusos con la asunción de los crímenes generalizados que comandó Stalin contra el propio pueblo ruso y contra la élite polaca. Tanto les cuesta a los rusos y a los seguidores del comunismo en todo el mundo reconocer que las persecuciones, crímenes selectivos y los grandes campos de trabajo forzado de Stalin produjeron sufrimientos equiparables a los que cocinó Hitler. El sentimiento de afecto hacia su figura aún es fuerte en el pueblo ruso, su imagen intenta permanecer en modernos carteles publicitarios, velas y flores son puestas al pie de su fotografía en las zonas rurales, pero el lugar que ocupa ahora en la historia remite a la memoria de las víctimas que produjo. Lo que Stalin ''hizo con su pueblo es imperdonable', el régimen que dirigió 'sólo puede calificarse de totalitarismo', ha dicho Medvédev, algo que apenas empiezan a reconocer los rusos. Un trago áspero del que el mismo Vladimir Putin ha bebido al honrar por primera vez la memoria de los veintidós mil polacos aniquilados uno a uno en los bosques de Katyn y en otras tierras de la Unión Soviética, bajo la firma de Stalin.
Estos actos de reconocimiento que parecen perderse en la marea de acontecimientos tienen la fuerza especial de elevar la conciencia sobre la valía de la vida, a la vez que contribuyen a hacer más soportable el resentimiento que podría llevar a la venganza o a la amargura interminable de los que se siguen sintiendo heridos.
También es cierto, no obstante, que el coraje de asumir la responsabilidad por la sangre que se ha derramado es algo de lo que aún carecen algunos estados. Turquía se empeña en no reconocer el genocidio de cerca de millón y medio de armenios cometido en tiempos del Imperio Otomano. China sigue manteniendo el tabú sobre las tragedias que implicó su revolución cultural. Otros prefieren la cobardía al coraje de juzgar a los culpables y honrar a sus muertos, como lo sigue haciendo España al acorralar a los que piden toda la verdad sobre las víctimas del franquismo, Brasil al frenar la revisión de ley de amnistía que impide juzgar a los torturadores de su última dictadura, o Serbia al pedir perdón a medias por su responsabilidad en la masacre de Srebrenica. A pesar de todo ello, el horizonte que ha trazado la humanidad está claramente definido. Poner fin a los desenfrenos sangrientos en cualquier lugar de este planeta.
No podemos transformar el pasado aunque conozcamos con precisión todas las atrocidades con las que carga, pero sí sabemos con certeza que el futuro depende de todo lo que se pueda mejorar ahora. El progreso es sobre todo también el progreso de la conciencia y superponerla a lo injustificable e inaceptable de los crímenes atroces y de toda forma de aniquilación o persecución ideológica, es una tarea que cuesta, pero su resultado puede hacer del mundo una aldea más humana. Donde el llanto lo produzca la alegría de haber alcanzado una aldea más civilizada.
Fotografía: Imagen manchada de Stalin en un bus de San Petersburgo -AP 06-05-2010.