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Una Aldea civilizada

14-05-2010

Hay que tener coraje para haber estado allí viendo cómo los aviones rusos surcaban el cielo y las máquinas de guerra hacían gala de su poderío. Qué hacía Angela Merkel en medio de una conmemoración que habría podido herir el alma germana. Rusia estaba de fiesta, mientras la canciller observaba con templanza estrechando la mano de sus homólogos. La Plaza Roja de Moscú vivía un aniversario más de la derrota de la Alemania Nazi, albergando por primera vez a miembros de las tropas aliadas.

Una máquina dedicada a la aniquilación de pueblos fue detenida y ‘se puso fin a una ideología que destruía los fundamentos de la civilización’, proclamaba el presidente ruso Dmitri Medvédev en presencia de la líder. Durante todos estos años los alemanes han asumido su culpabilidad del holocausto judío, han pedido perdón, han contribuido con indemnizaciones y se han tragado la humillación de su derrota como ningún otro pueblo de Europa lo había hecho antes. Representan al mismo tiempo el ejemplo de un ego ambicioso y sangriento que nunca se debe imitar y el de una conciencia de la derrota y de la culpa digna de respeto. Y en numerosas ocasiones han honrado la memoria de los muertos que produjo su vieja ambición totalitaria.
Tal vez hubo un momento en la historia lejana de los humanos en que simplemente se actuaba sin mucha conciencia y en donde matar a otro ser humano era un acto más entre los muchos otros que se presentan en la vida, un acontecimiento que ameritaba muy poco remordimiento. Sin embargo, con el paso de los tiempos este acto se ha ido cercenando lentamente para ir perdiendo el valor que algunas culturas pudieron haberle otorgado. La vida persevera de modo natural, pero con el progreso de la conciencia se ha convertido además en el valor más importante. Los hombres han continuado matándose a lo largo y ancho del planeta, las masacres no han disminuido aunque sí lo han hecho las cifras cotidianas de violencia.
El trago amargo que ha bebido la Canciller es el mismo que han empezado a beber los rusos con la asunción de los crímenes generalizados que comandó Stalin contra el propio pueblo ruso y contra la élite polaca. Tanto les cuesta a los rusos y a los seguidores del comunismo en todo el mundo reconocer que las persecuciones, crímenes selectivos y los grandes campos de trabajo forzado de Stalin produjeron sufrimientos equiparables a los que cocinó Hitler. El sentimiento de afecto hacia su figura aún es fuerte en el pueblo ruso, su imagen intenta permanecer en modernos carteles publicitarios, velas y flores son puestas al pie de su fotografía en las zonas rurales, pero el lugar que ocupa ahora en la historia remite a la memoria de las víctimas que produjo. Lo que Stalin ''hizo con su pueblo es imperdonable', el régimen que dirigió 'sólo puede calificarse de totalitarismo', ha dicho Medvédev, algo que apenas empiezan a reconocer los rusos. Un trago áspero del que el mismo Vladimir Putin ha bebido al honrar por primera vez la memoria de los veintidós mil polacos aniquilados uno a uno en los bosques de Katyn y en otras tierras de la Unión Soviética, bajo la firma de Stalin.
Estos actos de reconocimiento que parecen perderse en la marea de acontecimientos tienen la fuerza especial de elevar la conciencia sobre la valía de la vida, a la vez que contribuyen a hacer más soportable el resentimiento que podría llevar a la venganza o a la amargura interminable de los que se siguen sintiendo heridos.
También es cierto, no obstante, que el coraje de asumir la responsabilidad por la sangre que se ha derramado es algo de lo que aún carecen algunos estados. Turquía se empeña en no reconocer el genocidio de cerca de millón y medio de armenios cometido en tiempos del Imperio Otomano. China sigue manteniendo el tabú sobre las tragedias que implicó su revolución cultural. Otros prefieren la cobardía al coraje de juzgar a los culpables y honrar a sus muertos, como lo sigue haciendo España al acorralar a los que piden toda la verdad sobre las víctimas del franquismo, Brasil al frenar la revisión de ley de amnistía que impide juzgar a los torturadores de su última dictadura, o Serbia al pedir perdón a medias por su responsabilidad en la masacre de Srebrenica. A pesar de todo ello, el horizonte que ha trazado la humanidad está claramente definido. Poner fin a los desenfrenos sangrientos en cualquier lugar de este planeta.
No podemos transformar el pasado aunque conozcamos con precisión todas las atrocidades con las que carga, pero sí sabemos con certeza que el futuro depende de todo lo que se pueda mejorar ahora. El progreso es sobre todo también el progreso de la conciencia y superponerla a lo injustificable e inaceptable de los crímenes atroces y de toda forma de aniquilación o persecución ideológica, es una tarea que cuesta, pero su resultado puede hacer del mundo una aldea más humana. Donde el llanto lo produzca la alegría de haber alcanzado una aldea más civilizada.
Fotografía: Imagen manchada de Stalin en un bus de San Petersburgo -AP 06-05-2010.

86 días de hambre

05/03/2010

Desesperación. Hay muchos presos en el mundo, la mayoría cumplen su condena y salen, otros mueren en la cárcel sin lograr cumplir su pena. Sin embargo, pocos presos en el mundo toman la decisión de dejarse morir de hambre por las injusticias que rodean su condena. Ochenta y seis días son muchos días. Un día, dos días, tres días, cuatro días, cinco días, seis días… cansa contarlos. En todo ese tiempo pueden suceder muchas cosas, se pueden salvar muchas vidas, y también se puede dejar que algunas se mueran. El veintitrés de febrero pasado murió Orlando Zapata Tamayo, un preso político que se encontraba hacinado en un calabozo cubano. Iba a cumplir tres meses en huelga de hambre en protesta por las palizas y los malos tratos que recibía en la cárcel. Murió con la piel pegada al hueso, desnutrido, consumido por la autofagia y la rabia.

El estado cubano hizo lo que sabe hacer con distinguida maestría, hacerse el de oídos sordos, criminalizar y acusar a sus adversarios políticos de ser mercenarios al servicio del país del norte. Este preso era un mercenario contratado para dejarse morir, por supuesto. Zapata fue trasladado al hospital sólo un día antes de su fallecimiento rodeado de agentes oficiales. Ninguno de sus familiares pudo estar cerca antes de su último instante. ‘Cuando llegué al hospital ya había muerto. Todavía estaba blandito. Yo lo toqué, le di un beso, ya estaba tapado’, alcanza a decir Reina Tamayo, su madre.

Las huelgas de hambre son un arma de los que no tienen armas; usualmente la llevan a cabo sectores débiles de la población para que sean conocidas reclamaciones que, de otro modo, no alcanzarían a ser escuchadas. Es un instrumento que se utiliza por el fuerte impacto emocional que produce, independientemente de si las razones que la originan son justas o no. Es una medida desesperada, radical, aunque frágil al mismo tiempo. Todo ello lo sabe muy bien la disidencia cubana, no obstante la siguen utilizando porque tienen pocos recursos a los cuales recurrir.

Y es cierto que la presión de un individuo en huelga de hambre no debería, en principio, hacer cambiar las políticas de un régimen, tal cual lo ha sugerido Lula da Silva al referirse al caso de Zapata. Pero el valor de este tipo de premisas depende del contexto político en el que se produce. Cuba no es una democracia. Desde hace más de cincuenta años, un régimen personalísimo vende las ilusiones de una aventura revolucionaria que se truncó. Y lo que hoy esperan con impaciencia sus contradictores; y, a decir verdad, con paciencia incluso sus propios aliados, es que este régimen sea relevado pronto. Mientras esto ocurre, su gobierno se reinventa reacomodando sus restos en las nuevas tendencias, al tiempo que persiste en su intransigencia ‘revolucionaria’.

Zapata es el primer preso político que muere en huelga de hambre en la isla desde 1972, fecha en la que fallece Pedro Luis Boitel en las mismas circunstancias. Y la lista podría extenderse. Hoy se encuentra internado en un hospital el opositor Guillermo Fariñas después de perder el conocimiento tras ocho días de no haber consumido agua y alimentos en protesta por la muerte de Zapata. Este psicólogo y periodista está decidido a morir también. ‘Ojalá me muera’, ha dicho. ‘Hay momentos en la historia en que tiene que haber mártires’. Mártires. Todo esto suena a locura, a incoherencia, no obstante revela también una angustiosa realidad.

Así pues, cuando se piensa en este preso que ha muerto gratuitamente, se debe pensar también en esa parte de América que está cansada, iracunda, que ya no soporta más la testarudez. Ese joven albañil, condenado a treinta y seis años de cárcel, estaba exasperado por una justicia y un cambio que no llegan en Cuba.

‘Yo digo así al mundo: este es mi dolor. […] yo con mi dolor profundo pido al mundo que exijan la libertad de los demás presos, de los demás hermanos que se encuentran encarcelados injustamente, para que no vuelva a suceder lo que ha sucedido con mi hijito”, pide Reina Tamayo después del funeral. Ya está muerto, los presos políticos permanecen en el mismo lugar y el régimen sigue allí con apariencia incólume.

Pero todo político sabe en lo que se puede convertir una protesta aislada que defiende la dignidad. Con el tiempo puede llegar a ser un torbellino en su contra, una estaca final, una marea capaz de derrumbar las columnas que se pensaban indestructibles. La dignidad humana es superior a cualquier régimen, a cualquier ilusión revolucionaria.


*Fotografía: Protestas en la embajada de Cuba en Madrid, AFP 25-02-2010.


>>Publicado en:

http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/otroscolumnistas/86-dias-de-hambre_7363661-1