
31-12-2008
No hay un momento donde el juego de los afectos sea tan grande, se multiplique y cruce de continente a continente, de ciudad a ciudad como en los días finales de cada año. Los eventos familiares se vuelven prioridad. Los sentimientos parecen acumularse lentamente durante todo el año para luego desbordar en abrazos interminables, en detalles que elevan las sonrisas o hacen acongojar la mirada, en los recuerdos que se quedan atrás o en los que se empeñan en volver porque no desean abandonarnos nunca. Todo se hace grande y soportable. Las colas de los aeropuertos y terminales de autobuses, la multitud en los mercados y centros comerciales, los agobios en las peluquerías, el ruido nocturno de las celebraciones, el viento frío y la intensidad de la nieve.
Los vuelos van y vienen y las pantallas electrónicas anuncian el aterrizaje de los aviones. Frankfurt, a las diez y veinte de la noche. Budapest, diez y cuarenta. Buenos Aires, once y veinte. Nueva York, retrasado. Los viajeros salen entre las luces brillantes y las columnas de un aeropuerto moderno donde los encuentros y las despedidas parecen ser el interregno de una obra de teatro. Y al final cada espera, y cada recibimiento es en parte una pequeña obra.
Entre la multitud que circunda las puertas de salida dos mujeres rubias se encuentran. El abrazo que las envuelve desaparece entre aquéllos que van y vienen. Una de ellas es muy alta; la otra, mucho menos. Parece el encuentro de madre e hija después de un largo tiempo de ausencias. Se mecen en un abrazo que las va convirtiendo en una estatua entre el ajetreo de la gente. Permanecen con los ojos cerrados sin decir palabra. La más pequeña hunde su cabeza en el pecho de la otra, por un momento de la existencia el mundo se les ha convertido en un apretón oscuro y silencioso.
Los rostros de todo tipo prosiguen amontonados en las rejas que cubren las salidas, un encuentro, otro encuentro, los amigos bromean, los familiares se abrazan, los novios se toman su tiempo, las maletas ruedan de aquí para allá llevando el sobrepeso de los regalos, de esos detalles con los que se intenta decir algo. Los últimos y los primeros días del año son así, hacen del afecto la noticia privada más importante, que toca varias veces en la puerta de cada casa o en la memoria de aquéllos que reciben el año solos. A veces entre los descansos esporádicos, las llamadas y mensajes de viejos amigos, las divagaciones y planes de nuevo año surge la pregunta sobre si todas estas actividades que se suelen compartir con la familia perdurarán e incluso, también, si la familia misma existirá en el futuro.
Las dos mujeres estatua continúan solidificadas, éste es tal vez uno de los abrazos más largos que se pueda registrar. Cuántas cosas intentarán decirse de esta manera. Ya han pasado varios minutos largos. A su lado unos jóvenes con pelucas de colores intentan hacer divertida la espera, algunos niños pasan encaramados sobre los carritos de equipaje que conducen sus padres, hacia un costado sobresale un aviso luminoso de una multinacional de telefonía, En navidades no te olvides de quienes te han hecho ser lo que eres, dice. Muy cerca una estantería de revistas internacionales muestra repetidas veces la silueta del hombre del año en los Estados Unidos. Las dos mujeres vuelven a la realidad. Ambas son jóvenes. ¿Alemanas? ¿Argentinas? ¿Estadounidenses? Lentamente se van y desaparecen en las escaleras eléctricas que conducen hacia la estación de trenes.
Si la familia llegase a desaparecer en el futuro, como a veces sugieren algunos pesimistas, quiénes nos recibirán entonces en las terminales de autobuses y en los aeropuertos con esos abrazos eternos, a quiénes les llevaremos regalos, con quiénes prepararemos las cenas copiosas. Dejemos de especular tanto. De momento los sociólogos y futurólogos piensan que la familia podrá desaparecer tal como la conocemos, que se adelgazará y diversificará, pero que no se extinguirá, y que aún con sus novedades seguirá siendo ese núcleo de los primeros afectos y la encargada de la primera socialización. Qué alivio. A lo mejor nos reciban nuestros padrastros, nuestra madre y su novia, o nuestros hermanos adoptivos de ojos rasgados, pero con seguridad alguien estará allí. Y los terminales continuarán atestados al final de cada año.
Las dos jóvenes continúan bajando las escales metálicas. La más alta besa a la pequeña en sus labios, esta última encoje levemente sus hombros y mueve sus ojos de lado a lado sin mover la cabeza. Vuelve a recibir un beso más seguro y el mundo deja de existir por un instante. Terminan de bajar las escaleras y logran alcanzar el tren.
¡Feliz Año, lectores!
No hay un momento donde el juego de los afectos sea tan grande, se multiplique y cruce de continente a continente, de ciudad a ciudad como en los días finales de cada año. Los eventos familiares se vuelven prioridad. Los sentimientos parecen acumularse lentamente durante todo el año para luego desbordar en abrazos interminables, en detalles que elevan las sonrisas o hacen acongojar la mirada, en los recuerdos que se quedan atrás o en los que se empeñan en volver porque no desean abandonarnos nunca. Todo se hace grande y soportable. Las colas de los aeropuertos y terminales de autobuses, la multitud en los mercados y centros comerciales, los agobios en las peluquerías, el ruido nocturno de las celebraciones, el viento frío y la intensidad de la nieve.
Los vuelos van y vienen y las pantallas electrónicas anuncian el aterrizaje de los aviones. Frankfurt, a las diez y veinte de la noche. Budapest, diez y cuarenta. Buenos Aires, once y veinte. Nueva York, retrasado. Los viajeros salen entre las luces brillantes y las columnas de un aeropuerto moderno donde los encuentros y las despedidas parecen ser el interregno de una obra de teatro. Y al final cada espera, y cada recibimiento es en parte una pequeña obra.
Entre la multitud que circunda las puertas de salida dos mujeres rubias se encuentran. El abrazo que las envuelve desaparece entre aquéllos que van y vienen. Una de ellas es muy alta; la otra, mucho menos. Parece el encuentro de madre e hija después de un largo tiempo de ausencias. Se mecen en un abrazo que las va convirtiendo en una estatua entre el ajetreo de la gente. Permanecen con los ojos cerrados sin decir palabra. La más pequeña hunde su cabeza en el pecho de la otra, por un momento de la existencia el mundo se les ha convertido en un apretón oscuro y silencioso.
Los rostros de todo tipo prosiguen amontonados en las rejas que cubren las salidas, un encuentro, otro encuentro, los amigos bromean, los familiares se abrazan, los novios se toman su tiempo, las maletas ruedan de aquí para allá llevando el sobrepeso de los regalos, de esos detalles con los que se intenta decir algo. Los últimos y los primeros días del año son así, hacen del afecto la noticia privada más importante, que toca varias veces en la puerta de cada casa o en la memoria de aquéllos que reciben el año solos. A veces entre los descansos esporádicos, las llamadas y mensajes de viejos amigos, las divagaciones y planes de nuevo año surge la pregunta sobre si todas estas actividades que se suelen compartir con la familia perdurarán e incluso, también, si la familia misma existirá en el futuro.
Las dos mujeres estatua continúan solidificadas, éste es tal vez uno de los abrazos más largos que se pueda registrar. Cuántas cosas intentarán decirse de esta manera. Ya han pasado varios minutos largos. A su lado unos jóvenes con pelucas de colores intentan hacer divertida la espera, algunos niños pasan encaramados sobre los carritos de equipaje que conducen sus padres, hacia un costado sobresale un aviso luminoso de una multinacional de telefonía, En navidades no te olvides de quienes te han hecho ser lo que eres, dice. Muy cerca una estantería de revistas internacionales muestra repetidas veces la silueta del hombre del año en los Estados Unidos. Las dos mujeres vuelven a la realidad. Ambas son jóvenes. ¿Alemanas? ¿Argentinas? ¿Estadounidenses? Lentamente se van y desaparecen en las escaleras eléctricas que conducen hacia la estación de trenes.
Si la familia llegase a desaparecer en el futuro, como a veces sugieren algunos pesimistas, quiénes nos recibirán entonces en las terminales de autobuses y en los aeropuertos con esos abrazos eternos, a quiénes les llevaremos regalos, con quiénes prepararemos las cenas copiosas. Dejemos de especular tanto. De momento los sociólogos y futurólogos piensan que la familia podrá desaparecer tal como la conocemos, que se adelgazará y diversificará, pero que no se extinguirá, y que aún con sus novedades seguirá siendo ese núcleo de los primeros afectos y la encargada de la primera socialización. Qué alivio. A lo mejor nos reciban nuestros padrastros, nuestra madre y su novia, o nuestros hermanos adoptivos de ojos rasgados, pero con seguridad alguien estará allí. Y los terminales continuarán atestados al final de cada año.
Las dos jóvenes continúan bajando las escales metálicas. La más alta besa a la pequeña en sus labios, esta última encoje levemente sus hombros y mueve sus ojos de lado a lado sin mover la cabeza. Vuelve a recibir un beso más seguro y el mundo deja de existir por un instante. Terminan de bajar las escaleras y logran alcanzar el tren.
¡Feliz Año, lectores!
*Fotografía: AP
>>Publicado originalmente en:
http://www.diariohorizonte.com/view/articulo.aspx?articleid=22162&zoneid=31
http://www.diariohorizonte.com/view/articulo.aspx?articleid=22162&zoneid=31