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Violencia y Política

21-09-2007
Un solo paramilitar confesará dos mil crímenes. Más de ochenta mil víctimas de los paramilitares se han inscrito en la Fiscalía en el marco de la Ley de Justicia y Paz. Una guerrilla secuestra civiles para lograr protagonismo político y luego de varios años los mata a tiros en la selva. Cada tanto, el Estado tiene que pagar millones en indemnización por los crímenes y desmanes cometidos por la Fuerza Pública.

En las últimas tres décadas, la violencia criminal y la del conflicto han dejado más de quinientas mil personas asesinadas. Se estima que en el país existen más de diez mil víctimas en fosas comunes. Estos son sólo algunos datos. Aún falta saber cuántas toneladas de dolor, cuánto lastre para las generaciones futuras y cuánto retraso social significa todo esto. También, cuánta vergüenza.

Pero esto, que en cualquier sociedad civilizada podría conmover, en estas tierras no es suficiente. El espectáculo que han dado en los últimos días los dos partidos de cada lado del espectro político, la U y el Polo, dan cuenta de ello. El uno, haciéndose el de la vista gorda al otorgarles avales a candidatos salpicados por el escándalo de la 'parapolítica'; el otro, guardando silencio frente a los coqueteos políticos que le hacen las Farc y el Eln y otorgando terreno a la ambigüedad a la hora de condenar la violencia. Hijos del mismo fracaso, aún no escarmientan.

La violencia y la política han andado de la mano desde que el mundo es mundo. La guerra es la continuación de la política por otros medios, escribió Clausewitz. Pero antes de él, La política era la continuación de la guerra por otros medios. En uno y otro razonamiento, parecen cosas inseparables. Aunque la historia no hace más que corroborar cuánto enturbia la violencia a la política, y cuán absurda termina siendo. El mejor ejemplo lo da Europa. Embarcada en guerras internas a lo largo y ancho de su existencia, para terminar en los últimos tiempos en una gran unión económica y política. No había necesidad de que se mataran tanto.

La violencia en cualquiera de sus formas -revolucionaria, contrarrevolucionaria, de liberación, selectiva- siempre tendrá un componente totalitario así se adorne con arandelas democráticas o fines altruistas. Porque ella siempre implica imponer algo, llevar al contrario hacia lo que uno quiere, y haber renunciado a otras formas de solucionar los problemas. En Colombia estamos en este juego macabro desde hace décadas, sin que triunfe el Estado, sin que triunfen las guerrillas, sin que triunfen los paramilitares y sin que dejen de perder los civiles, que son los que ponen más muertos.

En los últimos días, los dos partidos mencionados han expresado su rechazo a la violencia, uno informalmente y el otro con un contundente comunicado público. Pero este problema no comenzó ni se acabó allí. Tendremos más episodios. Uno de ellos ya se vislumbra: y es el de si los partidos actuales podrían albergar a los paramilitares desmovilizados o a las futuras guerrillas reinsertadas. De otro modo: si el lugar político 'natural' de los ex paramilitares estaría en los partidos que hoy conforman la coalición de gobierno y si el lugar político 'natural' de los ex guerrilleros del Eln y de las Farc estaría en el Polo. Esto no está claro aún y es trascendental que la sociedad lo discuta y decida seriamente.

Yo diría que si las sociedades avanzan, la política también debería hacer lo propio. La política debe dejar de apoyarse en la violencia. Si se necesitan perdones jurídicos para allanar la paz, también se necesita algún tipo de sanción ética y política para robustecer la no repetición de la tragedia. Aquellos que empuñaron las armas y luego optaron por las vías democráticas pueden participar en política, pero creando sus propias colectividades y no catapultándose en los partidos que hoy existen. Deben asumir el costo político de haber utilizado las armas.

No obstante, rechazar sin ambages la violencia no significa que todo en este país esté hecho, que es justo tal como está, o que no tienen sentido las reformas de fondo. Por el contrario, sin que lo uno dependa de lo otro, junto a la proscripción de la violencia debe estar también el destierro de las injusticias que perduran.

No es necesario ser democrático para rechazar la violencia. Se necesita, incluso, mucho menos. Simplemente, estar hastiados de ella.

>>Publicado originalmente en:
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/otroscolumnistas/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR-3734476.html

Las llamas de la furia

3-03-2007
Dominar el fuego significó para los primeros seres humanos una transformación profunda de sus vidas y del entorno. Y sobre todo significó una llave para su supervivencia. Pero manipular y conocer el origen del fuego que brinda la naturaleza puede resultar más sencillo que descubrir las entrañas del fuego que los seres humanos llevan por dentro.

El Tiempo y la revista Semana han expresado su preocupación por el aumento de las agresiones en la sección de comentarios a las noticias y en los foros de opinión que ofrecen en sus sitios Web. The Flame wars, como se le conoce en inglés.

Para entender el fenómeno se alude al resultado de varias investigaciones adelantadas en universidades de Estados Unidos. Que encuentran sus orígenes básicamente en el anonimato, la invisibilidad, la falta de educación o la libertad y facilidad que ofrecen las nuevas tecnologías. “La despersonalización lleva a la agresión”, afirma uno de los investigadores.

Efectivamente cada una de estas razones ayuda a comprender el fenómeno, pero también sería útil indagar en las razones de contexto que sirven de combustible o de modelo incendiario. Observemos tres lugares.

Los foros de la ira: –Hace dos semanas Daniel Samper Pizano transcribió algunos de los insultos enviados al foro de la noticia que se refería al fallecimiento de su hermano Juan Francisco Samper. Daniel se concentró en la gravedad de las ofensas y en el rechazo que merecían, y no reparó -entendible- en otros significados que tenían esos mensajes. “Este es hermano de ese nefasto asesino corrupto que tuvimos de Presidente y lo apoyó en sus fechorías. Una completa vergüenza para el país esta familia de corruptos ladrones”.

Este y los otros comentarios que trasladó a su columna, guardan resentimiento y rabia hacia lo que los escribientes estiman representan sus dos apellidos y, especialmente, la figura más conocida de la familia en los últimos años. Y en un país que no ha sido ni es precisamente un modelo de democracia en la vida cotidiana difícilmente estos insultos se pueden entender como un problema sólo de “higiene”.

El debate de insultos: –A principios de febrero el Presidente del Estado le ofreció al país una lección sobre la mejor manera de degradar la dignidad de sus contradictores políticos. Los del M-19 “pasaron de ser terroristas de camuflado, a ser terroristas de traje civil”, dijo. El Primer mandatario impartiendo lecciones de flameo en los medios más importantes del país. El ex senador Carlos Gaviria, “solapado”, “que ha tenido una trayectoria de sesgo a favor de la guerrilla”, afirmó también. Gaviria lo hinca sugiriéndole que se efectúe “un examen siquiátrico”.

Días antes, el senador Gustavo Petro, también conocedor del fuego, le había hundido un nuevo aguijón a la presunta relación que existió entre la familia del Presidente y los paramilitares. “Es un hermano [del Presidente]. El mismo que aparece implicado en el caso de los ‘doce apóstoles’”. El coliseo atestado se deleita con las llamaradas que van y vienen sin final.

Las columnas del irrespeto: –El año pasado en medio de la contienda por la Presidencia el columnista Rafael Nieto en su artículo: “Detrás de la pinta está la carne”, maltrata al mismo Gaviria. Su “salto de los tribunales a la política es dudoso. […] deja un mal sabor, porque siembra dudas sobre la naturaleza e intención de las sentencias del alto juez”. Nieto no sustentó su afirmación, con lo cual la columna terminó siendo una suma de prejuicios y agresiones políticas.

Y hace escasas semanas con ocasión del cumpleaños ochenta de Gabriel García Márquez, la columnista Ximena Gutiérrez intentó recoger varias críticas que de tiempo atrás le hacen al Nóbel dentro y fuera del país por su silencio frente a los abusos que se cometen en Cuba o por la falta de un compromiso mayor con el logro de la paz en Colombia. No obstante, la que empezó siendo una sugerente síntesis de esos reproches, finalizó empañándose por la grosería y la vulgaridad.

Gabo no debería “dejar en el exterior ese tufillo de que este país es un cagadero”. Y remata, “¡No me jodan más con ese Gabo!”. Gutiérrez cayó en los brazos de ese “destino triste del periodista de opinión colombiano: si no muestra de vez en cuando los colmillos untados de sangre, dejan de creerle y de leerlo”, diría Héctor Abad.

Si la ofensa y la vulgaridad atizan el debate político y también las páginas impresas, entonces, el problema no se puede encuadrar en el anonimato, la despersonalización o la poca educación que sale a relucir en Internet. El asunto es más complejo.

Si estamos en una sociedad que se arrastra sobre sus resentimientos sociales, donde la envidia se erige por encima del reconocimiento, donde la inmadurez política se expresa en intolerancia ideológica y donde los medios privilegian el escándalo sobre el pensamiento y la creatividad, difícilmente se puede esperar que en los sitios Web disminuyan las llamas de la furia.
>>Publicado originalmente en: