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Que sea apuesto, inteligente y de ojos azules

7-10-2010

Ella ve con cierta ansiedad que se está acercando a los cuarentas, su novio ha decidido
extender un poco más su juventud no teniendo hijos por ahora. Ella se desmarca y decide ser madre soltera por convicción, se dirige a un centro de reproducción asistida y no lo piensa dos veces, escoge entre la oferta del banco de espermas el prototipo caucásico de ojos azules, bien tiene ya con sus genes latinos. Sus padres no entienden esta decisión; su círculo íntimo de amigas lo entiende mejor. El niño nace; sus ojos lo hacen ver realmente apuesto. Su noviazgo se va al traste.

Las almas ya no corren detrás de viejas locomotoras para intentar llegar al destino al que arribarán sus dueños; ahora lo hacen detrás de trenes de alta velocidad. El alma no siempre es más rápida que los acontecimientos, no siempre se acopla tan rápido. El Instituto Karolinska de Suecia le acaba de otorgar el Premio Nobel de Medicina a Robert Edwards, uno de los creadores de la fecundación in vitro. Un reconocimiento que llega treinta años tarde. La primera niña probeta, Louise Brown, tuvo su primer bebé hace ya algunos años. La fecundación in vitro es ya un recurso normal, nada de novedoso, al que acceden cada año miles de parejas que no pueden concebir un hijo de forma natural. La ciencia ha ido más allá.

Cada vez hay más parejas jóvenes que recurren al enfriamiento de embriones para luego utilizarlos en la edad madura. De esta manera postergan la maternidad y logran prolongar la fertilidad de la mujer hasta una edad más avanzada. Eligen primero sortear la juventud, lograr mayor seguridad económica y sentirse más preparadas emocionalmente antes de tener un hijo. Ya no sólo se puede concebir fuera del útero, sino que los embriones se pueden enfriar bajo cero para procrear después, también se puede elegir el sexo del futuro bebé. Se sabe que la ciencia viene cambiando la vida íntima, pero nadie tiene un mapa de todas las implicaciones que está trayendo a cuesta.

Con los avances en la secuenciación del ADN, la modificación genética, las células madres y la manipulación de embriones, pronto los progenitores podrán escoger cuán inteligente, bella y empática quieren que sea su criatura. También podrán evitar que desarrolle alguna enfermedad específica, escribe el investigador Steven Potter (Designer Genes: A New Era In The Evolution Of Man). Nada de esto es ciencia ficción. La secuencia del ADN de una persona se puede conseguir en sólo una semana a un costo de diez mil dólares. En un futuro cercano, esto se podrá lograr en horas y por sólo algunos cientos de dólares, afirma el autor. Si las actuales generaciones tienen ya bastante que pensar sobre si conciben o no un hijo, las inmediatamente cercanas tendrán que pensar además sobre qué dotación extra quieren que traiga su descendencia.

A lado de las distintas formas de reproducción asistida, vienen galopando todos los cambios que está trayendo consigo el aumento de la longevidad, especialmente en los países ricos. Con el aumento en el cuidado personal, la prevención de enfermedades, el avance en los medicamentos y la mejora alimenticia ha aumentado la expectativa de vida. En sólo un siglo se ha incrementado en más de treinta años; a esa velocidad se puede esperar que en pocas décadas se encuentren más personas que superen los cien años. Junto a ello, los avances que empiezan a ofrecer la medicina y la genética, hacen pensar en que ciento cincuenta o doscientos años de vida serían una meta seriamente alcanzable, explica el escritor Jonathan Weiner (Long For This World: The Strange Science Of Immortality).

Este aumento de la longevidad se sumará con profundos efectos sobre la intimidad y la vida cotidiana. Su extensión afecta la idea del amor eterno -más de lo que ya está afectada. No es lo mismo el amor romántico cuando se vivía sólo hasta los cincuenta que cuando se puede vivir unas décadas más, o vivir el doble. El amor está dejando de ser una ilusión perdurable para convertirse en un ser vidrioso, quebradizo, un ser muy distinto de aquel con el que soñaron los románticos.

Todos estos avances constituyen un reto ético, un desafío para las autoridades y una prueba a la condición humana. ¿Es responsable quedar en embarazo si ya se ha alcanzado la vejez?, ¿a quiénes se pueden donar los gélidos embriones que no vayan a ser utilizados por sus propietarios?, ¿hasta dónde se podrá decidir el diseño de la descendencia? ¿Cómo democratizar estos adelantos de la ciencia para que no sólo los ricos puedan acceder a ellos?, ¿cómo garantizar el derecho a la longevidad para todos los ciudadanos?, ¿cuánto debe durar la vida laboral y cómo hacerla más agradable si la gente vivirá más años? ¿A qué tipo de familia se pertenecerá si el amor se sigue diversificando?, ¿cuánto de todo esto soporta la psique humana manteniéndose en condiciones saludables?, ¿cuánto aguanta la carne? ¿Qué hará el alma para alcanzar a estos trenes imparables?

La ciencia está cambiando la vida, la intimidad familiar y, de paso, ampliando los temas del debate público. Todas las cosas que consideramos esenciales tendrán que ser actualizadas para evitar desequilibrios. Actualizar la concepción, el amor, la familia, el trabajo, la tranquilidad personal y la felicidad. El bebé probeta es de hace treinta años, el diseño genético, la apertura en los tiempos y en los propietarios de la fecundación, y los efectos de una mayor longevidad son los asuntos del futuro inmediato.

La sociedad va dejando atrás las viejas locomotoras. Su hijo caucásico sigue creciendo; ella tiene puesta la ilusión en él. Una de sus amigas cercanas se ha decidido, irá a Londres a iniciar un tratamiento de reproducción asistida, y elegirá niña. Ha pasado los cincuenta, tiene novio, pero se siente libre, libre de cualquier compromiso. La vida viaja ahora sobre pistas más veloces.

*Fotografía: Obra teatral Tres, Madrid 2009.

>>Publicado en: http://www.semana.com/noticias-opinion/apuesto-inteligente-ojos-azules/145695.aspx

Ilusiones


30-01-2009

Debajo del mármol revolotean; por encima, también. Al lado de la expectación que han traído consigo los primeros días de gobierno del nuevo presidente de los Estados Unidos, son varias las voces que llaman a reducir las expectativas, a que se apacigüe la euforia para evitar decepciones y resacas incontrolables. La frase que resume esta tendencia es: “no hay que hacerse ilusiones”. Es una posición que llama a la moderación y exhorta a recordar que existen límites para todo lo que se desea.

Muy cerca de esta posición existe otra que no espera en absoluto. Su máxima es: “nada va a cambiar, todo seguirá igual”. Es una afirmación más dura, sin embargo, es la máscara de los que más miedo tienen a las decepciones porque paradójicamente son los que encubren las mayores ilusiones. Su rudeza esconde entre rejas la fragilidad.

Pero si observamos estas dos posiciones con detalle, aparece algo con una importancia humana mayor: la corroboración de que al mundo lo mueven grandes ilusiones. Y más aún, anhelos comunes.

Una preocupación del pensamiento existencialista durante la primera mitad del siglo pasado fue la pérdida de sentido que se produce cuando el ser humano descubre que las explicaciones metafísicas de su vida han desaparecido, que sus pies se mueven en el aire porque no existe un pedazo de tierra firme donde apoyarlos. Nada tiene sentido, ni siquiera la vida humana, con lo cual quitársela a sí mismo o quitársela a alguien sería una derivación natural. Todo lo cubre el vacío. Un espectro que contradictoriamente produce un desgarramiento doloroso. Corrían los tiempos en que se contaban los muertos en millones que iba dejando la Guerra, en que se descubría el Holocausto judío y se empezaba a engrasar la máquina de la Cortina de Acero.

Tiempo después, aquel vacío existencial se esfumaría fruto de la despensa llena y las otras comodidades que trajo consigo el desarrollo en los países industrializados. Del vacío desgarrador se pasaría al vacío insensible. A un nuevo ser cuya cosa más importante sería, en contraste, la de disfrutar de los placeres individuales que traía el poder volar por los aires sin un pedazo de tierra firme que ya no se necesitaba.

Que se acabe el mundo siempre y cuando la música continúe sonando en los auriculares y podamos tener el mando del televisor para deleitarnos con el privilegio de verlo en vivo. La generación herrada con las últimas letras del abecedario hacía del vacío su placer o del placer su vacío. Para el caso, daba lo mismo.

Los hechos han seguido pasando al tiempo que van mostrando que ambas formas de pensar se dedicaron a exagerar, ambas fueron presas de lo que no entendían. Por encima o por debajo de las gruesas piedras de mármol, por encima o por debajo del vacío, la gente siguió anhelando cosas no sólo para sí misma.

En estos días en los que se ve tanta gente alrededor del mundo llena de expectativas, esperando que éste pueda ser un lugar mucho mejor, uno se pregunta dónde se incubaron todas estas fuerzas. Y la pregunta lleva a pensar en que aquellas filosofías siempre estuvieron alejadas de la vida de la gente, o en que sólo observaron a unos cuantos. Porque sobre el nihilismo y aquella rara insensibilidad, las ilusiones siempre estuvieron allí. Unas veces en ebullición; otras veces escondidas detrás del miedo y del ensimismamiento.

El presidente de los Estados Unidos no es el presidente del mundo ni solucionará los problemas del planeta. No obstante, ha hecho despertar sueños que esperaban ser despertados. Uno de ellos, ese milenario y esquivo de tener un mundo en paz. Despertar estas esperanzas no es algo que se pueda subestimar. Pero ahora depende de lo que la gente de cada rincón haga, si se quedarán con los brazos cruzados viendo todas esas ilusiones revolotear sin cesar o si se atreverán de algún modo a darles un norte en su propio país. Cabe añadir aquí que la prudencia no debe encargarse de cortar las alas.

Apenas se inicia un nuevo siglo. Y el optimismo sabe erguirse sobre la desidia. Lo que menos se debe hacer es enjaular esas ilusiones o tenerles miedo una vez más.
*Fotografría: Arianne Aylen
Publicado en: