18-08-2002
Los colombianos vivimos sumidos en una azarosa vida cotidiana. En la guerra por la subsistencia, en la guerra del miedo, del dolor, de la búsqueda, de la esperanza aplazada. Es probable que necesitemos las imágenes y sonidos de los medios para recordar la pérdida de seres humanos importantes a manos de la violencia fratricida de nuestra historia.
Historia pasmosa, larga, sanguinolenta. En los tienpos que nos ha tocado vivir, tenemos un listado de muertos que representa un retroceso incalculable en el horizonte de las esperanzas: Gaitán, Pardo Leal, Galán, Bernardo Jaramillo, Pizarro, Umaña Mendoza... Y aún con todo, uno se niega a considerar que el “mito fundador” de Colombia sea la confrontación y la muerte.
Jaime Garzón se aferó a la vida y apostó por ella, pero la historia intolerante tampoco soporta los desarmados. Su muerte, tal como lo expresó su hermana, “es el resultado de una cultura de la violencia engendrada a lo largo del siglo XX”. Una cultura que por lo demás no nos conmueve, convivimos con ella a la vuelta de la esquina. Hoy, los cientos de miles de personas que repudiaron el asesinato, que lloraron, que abrieron las puertas a su sonrisa, los mismos que exigieron a pulmón abierto, o desde su intimidad, cambios radicales, rememoran sobrecogidos las imágenes de una exigencia que no ha sido respondida. La paz buscada por Garzón sigue sumergida en los laberintos de la racionalidad bélica.
Con la muerte de Jaime Garzón, murió también una sensibilidad que apeló al diálogo, una irreverencia que representó el contraste de lo que somos, una manera diferente de asumir los problemas políticos del país, un analista con un modo de expresión distinto y una forma traslúcida de expresar opiniones. Estas ausencias se sienten en cada casa donde fue recibido, donde entró de la manera más amable.
¿Cuánto falta para resolver este conflicto no provocado pero sí vivido por las nuevas generaciones? Es irresponsable seguir empeñando en cuerpos armados el futuro de Colombia. No es agradable vivir en una sociedad que le adeuda a sus integrantes soluciones efectivas desde hace mucho tiempo.
Debemos seguir buscando nuevas alternativas para cambiar el futuro. Para ser sepultados por muerte natural y no víctimas de la violencia. Y una resolución que pretenda ser duradera y extensiva a todos los colombianos debe sobrepasar la propia negociación de la confrontación –los muertos por razones políticas representan sólo alrededor de una cuarta parte de las muertes violentas, el resto corresponde a otras causas: delincuencia común, rencillas, arreglo de cuentas, etc. La irreverencia y el humor con que Garzón trató de ir más allá de las diferencias ideológicas, de los intereses políticos, con el fin de encontrar salidas a un conflicto del cual no fue artífice, también son parte del acumulado con el que contamos para su resolución.
El país debe dejar de llorar de rabia, de dolor, de impotencia. En palabras de Alfredo Molano, “la memoria de Garzón debe perpetuarse en la negociación real, no en la retórica farisea sobre la paz”. Para que no se vuelva a repetir aquella madrugada del 13 de agosto de 1999. Para que el olvido no subsuma los recuerdos. Para que las flores no sean regaladas a los muertos.
Historia pasmosa, larga, sanguinolenta. En los tienpos que nos ha tocado vivir, tenemos un listado de muertos que representa un retroceso incalculable en el horizonte de las esperanzas: Gaitán, Pardo Leal, Galán, Bernardo Jaramillo, Pizarro, Umaña Mendoza... Y aún con todo, uno se niega a considerar que el “mito fundador” de Colombia sea la confrontación y la muerte.
Jaime Garzón se aferó a la vida y apostó por ella, pero la historia intolerante tampoco soporta los desarmados. Su muerte, tal como lo expresó su hermana, “es el resultado de una cultura de la violencia engendrada a lo largo del siglo XX”. Una cultura que por lo demás no nos conmueve, convivimos con ella a la vuelta de la esquina. Hoy, los cientos de miles de personas que repudiaron el asesinato, que lloraron, que abrieron las puertas a su sonrisa, los mismos que exigieron a pulmón abierto, o desde su intimidad, cambios radicales, rememoran sobrecogidos las imágenes de una exigencia que no ha sido respondida. La paz buscada por Garzón sigue sumergida en los laberintos de la racionalidad bélica.
Con la muerte de Jaime Garzón, murió también una sensibilidad que apeló al diálogo, una irreverencia que representó el contraste de lo que somos, una manera diferente de asumir los problemas políticos del país, un analista con un modo de expresión distinto y una forma traslúcida de expresar opiniones. Estas ausencias se sienten en cada casa donde fue recibido, donde entró de la manera más amable.
¿Cuánto falta para resolver este conflicto no provocado pero sí vivido por las nuevas generaciones? Es irresponsable seguir empeñando en cuerpos armados el futuro de Colombia. No es agradable vivir en una sociedad que le adeuda a sus integrantes soluciones efectivas desde hace mucho tiempo.
Debemos seguir buscando nuevas alternativas para cambiar el futuro. Para ser sepultados por muerte natural y no víctimas de la violencia. Y una resolución que pretenda ser duradera y extensiva a todos los colombianos debe sobrepasar la propia negociación de la confrontación –los muertos por razones políticas representan sólo alrededor de una cuarta parte de las muertes violentas, el resto corresponde a otras causas: delincuencia común, rencillas, arreglo de cuentas, etc. La irreverencia y el humor con que Garzón trató de ir más allá de las diferencias ideológicas, de los intereses políticos, con el fin de encontrar salidas a un conflicto del cual no fue artífice, también son parte del acumulado con el que contamos para su resolución.
El país debe dejar de llorar de rabia, de dolor, de impotencia. En palabras de Alfredo Molano, “la memoria de Garzón debe perpetuarse en la negociación real, no en la retórica farisea sobre la paz”. Para que no se vuelva a repetir aquella madrugada del 13 de agosto de 1999. Para que el olvido no subsuma los recuerdos. Para que las flores no sean regaladas a los muertos.
Publicado originalmente en:
UN-Periódico, Bogotá, agosto de 2002.


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