El peligro de ser joven

15-04-2011

En la arena de Spartacus lo que más fluye es ese líquido rojo que nos hace vivir, pero que en una pantalla de casa nos recuerda la pasión por lo primitivo. Gladiadores esculpidos en los gimnasios de Hollywood se cortan y despedazan a su antojo para deleitar los gustos actuales, en medio de intrigas inventadas y sexo. La serie tiene todo lo que los productores saben que mueve a la juventud promedio: espectáculo violento, belleza femenina, músculos, libido, intrigas insulsas, perversión. A dónde irá toda esa buena porción de violencia que consume la sociedad y, especialmente, los jóvenes.

En Río de Janeiro no salen todavía de la estupefacción. Wellington Menezes, un joven de 23 años, ensimismado, internauta, simpatizante alguna vez de los Testigos de Jehová, pero también del fundamentalismo islámico, llega al colegio Tasso da Silveira con una pistola calibre 38 y se dedica a disparar cual película de Tarantino. Tirotea a doce adolescentes y luego se suicida antes de que la policía lo capture. Un estilo de masacre que, en principio, se creía propia solo de algunos jóvenes perturbados de los países ricos, de Estados Unidos, de Europa. Pero resulta que no, que los países ricos ya no tienen esa exclusividad, que en una barriada de Brasil también se intenta calcar la masacre ocurrida en Virginia Tech. Brasil ya no es un país para viejos.

Cada día la prensa amarilla trae algún caso de violencia contra jóvenes o perpetrada por jóvenes. Una chica mata a una de sus amigas, Londres. Dos chicos mueren de camino a casa después de ser envestidos por otros jóvenes pasados de alcohol, Ciudad de México. Jóvenes baleados en medio de las protestas, Siria. Un joven rumano estrangula a su novia después de que le dijera que estaba embarazada de otro, Madrid. Amenazas y violencia de distinto tipo aparecen dispersas y se terminan diluyendo en las cosas del día a día. Sin embargo, cuando se organiza toda esa información suelta para saber qué está pasando con más detalle, los jóvenes se ubican como un sector bastante vulnerable. Y las cifras empiezan a corroborar su dimensión.

La revista británica The Lancet ha publicado los resultados de un estudio internacional que muestra que, por primera vez en cincuenta años, la tasa de muerte de adolescentes y jóvenes supera a la de niños tanto en países ricos como pobres. Con las nuevas cifras, ahora no solo hay que preocuparse por la muerte prematura de niños en el mundo, sino también, por la muerte prematura de adolescentes. Específicamente, “los índices de mortalidad de varones de 15 años son ahora dos o tres veces más altos que los de niños varones menores de 10 años”, afirma el estudio.

Las causas principales de estas defunciones obedecen a la violencia, el suicidio y los accidentes de tránsito. La vida moderna parece estar siendo “mucho más nociva para los adolescentes y los jóvenes”, explica Russell Viner, director del trabajo. Tal cual están las cosas, hoy existen más riesgo de morir al llegar a la juventud que durante la infancia.

No existe una sola causa a la que se pueda responsabilizar de la mortalidad juvenil, sino múltiples orígenes que se combinan explosivamente. Urbanización acelerada, dislocación social, depresión sicológica y desesperanza, por un lado; apología, culto al riesgo, y oferta obsesiva de productos culturales violentos, por el otro. Metidos entre la espada y la pared, a veces uno podría preguntarse cómo es que los jóvenes participan de todo esto y no estallan en la misma proporción que toda la presión en la que están inmersos.
A dónde irá toda esa buena porción de violencia que consumen los jóvenes.

Quisiéramos pensar que a lo mejor alguna parte del cerebro transforma o sublima las cabezas decapitadas y las extremidades cortadas a machetazos de los filmes en sueños nocturnos saturados de jardines con flores blancas. Pero nada más ingenuo. Lo que está mostrando la realidad es que se está pareciendo más a las series y a las películas que a jardines primorosos.


Fotografía: Chico -BBC.

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"Mi pueblo me ama"

25-03-2011

No tenemos la facultad de saber el futuro con precisión, pero sí tenemos la capacidad de ver el rumbo que puede tomar. En las revoluciones el futuro parece condensarse en el presente hasta hacer explosión y luego seguir un curso inevitable. Un curso en el que unos se embarcan sabiendo que existen acontecimientos incontenibles; y al que otros deciden oponerse con todas sus fuerzas, infructuosamente.

Cuando llega la oscuridad de la noche, con la exactitud de un reloj, los bombarderos invaden el cielo libio y comienzan los ataques sobre las defensas antiaéreas. Éstas y otros componentes de artillería pesada han sido los equipamientos militares destruidos. Todos saben hacia donde se dirigen los misiles de aquellas aeronaves. Sin embargo, los soldados, o los milicianos, leales a Gadafi que se encuentran en esas defensas se quedan allí, apostados, esperando con ferocidad un futuro ya consabido.

Cada noche la prensa muestra a alguno de los encargados de esas baterías disparando hacia el cielo. Un fuego rojo ilumina pedazos de un cielo negro, y los destellos se suceden al igual que en una vieja feria de juegos pirotécnicos. A qué apuntan esas baterías, hacia dónde se dirigen esas ráfagas que hostigan al firmamento. Se dirigen a ninguna parte, a ningún objetivo alcanzable. Entonces, qué hacen esos soldados allí, seres que con seguridad tienen a alguien que les ama y estará preocupado por ellos, en esos pertrechos militares que en nada pueden detener la ofensiva de aviones invisibles. Por el contrario, con cada ráfaga que lanzan al aire están indicando el lugar exacto desde el cual disparan y, por lo tanto, el siguiente objetivo al que los aviones extranjeros van a apuntar.

No deja de sorprender ese empeño que tienen ciertos soldados de morir gratuitamente. Saben que su destino es la muerte, pero tal vez están convencidos de que el futuro les llenará de gloria, y la gloria, para algunos, es superior a la muerte. Sólo que en este caso a todos los que han elegido permanecer del lado contrario a la avalancha revolucionaria que se ha apoderado del Norte de África no les acompañará la gloria.

A Gadafi y sus fieles les ha costado leer el rostro de la nueva historia; contrariamente, tratan de aferrarse como todos los viejos regímenes a los puños desgastados de su propia ficción. A principios de febrero empezaron las manifestaciones antigubernamentales en Libia, éstas se inscribían en las protestas que se iniciaron en Túnez y Egipto. Libia es un país distinto, decía Gadafi. Allí no existían partidos políticos ni algo parecido a condiciones democráticas, por lo que no tenían cabida revueltas del tipo que se estaban presentando en la región. La gente siguió protestando en Trípoli, en Benghazi, y en otras ciudades. Correrán ‘ríos de sangre’ si continúan las protestas advirtió uno de los hijos de Gadafi. Y los ríos de sangre han corrido.

Las protestas sin armas fueron conducidas en cuestión de días, a punta de artillería y de mercenarios contratados en Chad, Nigeria y Mali, al terreno de la guerra. La idea era hacerse con la victoria rápidamente, sin embargo, esto no ocurrió ni parece que vaya a ocurrir. Mucho menos ahora que el país ha sido sometido por países occidentales a embargos, bloqueos y acoso militar en mar y aire.

Pero ni aún estando en medio del caos que su táctica desproporcionada ha generado, Gadafi puede contemplar bien la realidad. ‘Mi pueblo me ama’, ha dicho, “y morirían para protegerme”. El amor es una palabra tan crédula y al mismo tiempo tan poderosa, no obstante, adversamente, lo que sucede en Libia no parece tener nada que ver con ella. Ni gloria, ni amor.

Cada noche con exactitud, pasadas las ocho, vuelven los bombarderos a cielo libio. Las pocas baterías antiaéreas que quedan reaparecen disparando al firmamento. La historia sigue su curso incontenible, aunque Gadafi piense que todo su pueblo le ama.


*Fotografía: Una mujer rebelde celebra en Benghazi la salida de las tropas leales a Gadafi -Goran Tomasevic/Reuters, 19-03-2011.

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